JUAN CARLOS ESCUDIER
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Por si había alguna duda de que era ella quien llevaba los pantalones en la familia un documento bancario del caso Pujol fechado en 1995 ha venido a confirmarlo. El papelito es toda una metáfora del clan, un matriarcado en realidad, en la que Marta Ferrusola, travestida en madre superiora del convento, ordena transferir dos misales al capellán de la parroquia. Que la nota manuscrita de la señora figurara en el resguardo de una operación por importe de dos millones de pesetas que acabaron en las cuentas de Jordi jr. ha permitido a la Policía, que no es tan tonta como parece, atar cabos sobre la congregación y su jerarquía. Aixó és una dona!
La mujer a cuyos pies se postraban los consellers en señal de respeto y devoción, la que pastoreaba la prole del matrimonio y a la propia Convergencia, la que decidía que Miquel Roca no daba el perfil para suceder a su Jordi y que bastante tenía con hacerse rico y abogado de infantas, la que convirtió a la Generalitat en un cortijo, si es que la palabra no sonaba muy andaluza a sus oídos, no podía ser ajena a esas cuentas andorranas donde se multiplicaban panes y peces hasta un total de 69 millones de euros, un pastizal en sardinas y baguetes.
Hace algo más de dos años Ferrusola había comparecido ante el Parlament para explicar cómo sus hijos hacían el egipcio con una mano delante y la otra detrás y dar cuenta de las habilidades mecánicas de su primogénito, que compró un cascajo de Ferrari y le dio una nueva vida porque de juntas de trócola entendía una barbaridad. “No tenemos ni cinco”, proclamó a gritos esa dulce ama de casa que si iba a Andorra más que al supermercado era para esquiar y no para controlar los diners de la progenie.
Vestal del nacionalismo, la abadesa de los Pujol siempre fue la gran fuente de inspiración de los asuntos públicos de su marido y de los negocios privados de sus cachorros. Durante décadas construyó el molde perfecto de primera dama, una mujer de misa de domingo y Opus en vena con los redaños suficientes como para desmentir que el bueno de Jordi se hubiese echado una querida, él que ni era Tarzán ni Supermán, como fácilmente podía deducirse por su aspecto, y que había entregado su alma a Cataluña las 24 horas del día y, por supuesto, su cuerpo serrano.
A Ferrusola se la perdonaba su xenofobia, porque cualquiera entiende el drama de una madre ante desconsuelo de sus hijos que no podían jugar con esos niños castellanos que llenaban las calles, su islamofobia, que tanta inmigración acabaría convirtiendo la Sagrada Familia en la Gran Mezquita de Barcelona, y más tarde su Montillafobia, que en dónde se había visto que el president fuera un polvorón hablando catalán porque sin papel se desmoronaba.
Fue la primera en mostrar a sus vástagos la manera de hacer negocios con las empresas, cuyas sedes inundó con sus adornos florales, con la Administración y hasta con el Barça, que tras encargarle la renovación de su césped llegó a plantearse convertir el Nou Camp en la sede del torneo Godó de tenis de tierra batida. Los hijos siguieron su pasos porque les asistía el derecho a ser recompensados por la entrega incondicional del Honorable y de ella misma a la nación, los tres lados del triángulo y el único trío que se le pasaba por la cabeza y por su moño.
Ferrusola fue un símbolo para esa burguesía de ocho apellidos catalanes y mucho tronío que se dejaba ver en el Liceo entre los comisionistas oficiales con el talón del 3% dispuesto en la chequera. La madre superiora del convento de los Pujol era una Carmen Polo sin collares que oficiaba en las tinieblas, la Elena Ceaucescu que ha mecido la cuna del maridaje entre políticos y empresarios en esos tiempos de seny, mordidas y silencio. Ahora sabemos que la hija del sastre también llevaba las cuentas.
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