La derecha y la izquierda que configuran nuestro sistema, PP y PSOE, y que tienden cada vez más a confundirse entre ellas, carece de nuevos argumentos
Carlos Elordi
Lo más revelador de la nueva situación política que se ha creado en España es que el poder está manifestando síntomas de tener algo que se parece mucho al miedo. Lo reflejan los poquísimos periodistas que cuentan algo de lo que se cuece en esos ámbitos. Pero, sobre todo, aparece nítidamente en no pocas de las manifestaciones públicas del poder mismo. Los cientos de soflamas que en estos días se han dedicado a cantar las excelencias de un monarca que ha tenido que renunciar al trono justamente porque de excelente tiene poco, algo que sabe todo el mundo y que, por tanto, ninguna loa va a poder borrar. O la histeria del presidente de las Cortes implorando a Durán i Lleida que no se retire y deje solo a Artur Mas, porque si no puede venir el desastre. O la ridícula admonición de Felipe González contra el peligro del socialismo bolivariano. Y para rematar la faena, el director general de la Policía se ha sacado de la manga que existe un serio riesgo de terrorismo anarquista.
Si no tienen más argumentos para contrarrestar las nuevas dinámicas políticas que han aparecido en la escena, mejor sería que se dedicaran a otra cosa. Y todo indica que no los tienen. Que su repertorio, que valió para controlarlo todo durante las últimas tres décadas, termina ahí, en los eslóganes y la retórica del pasado. Y eso es, exactamente, lo que les ocurre a los regímenes que han periclitado. La derecha y la izquierda que configuran nuestro sistema, y que tienden cada vez más a confundirse entre ellas, carece de nuevos argumentos.
Todo lo que dice suena a oído, y olvidado, mil veces. Otra cosa es que esa gente siga teniendo poder, y dinero para aguantar, incluso durante mucho tiempo. Incluso de la peor de las maneras, que ya hay demasiados indicios de que el empleo de la fuerza, policial y judicial, es el antídoto contra la protesta y la inquietud de los ciudadanos a la que se apuntan los más brutos del gobierno. Aunque eso de una muestra más de su debilidad. Por eso otros aún dudan en aplicarla.
Pero unos y otros están inquietos, muy inquietos. Y también Felipe González y los que le rodean, es decir, el principal núcleo de poder del PSOE. Porque observan graves fisuras en su entramado y temen que pueda derrumbarse. Incluso de de golpe.
La que ha abierto la abdicación del rey Juan Carlos es una de ellas. Porque el monarca era la clave de bóveda del sistema que se construyó en la transición y que ha pervivido hasta hoy. Era, más allá de su voluntad y de sus capacidades, el punto de confluencia de todas las líneas de fuerza del entramado de intereses, legítimos unos, espurios no pocos, que configuran ese sistema. Y éste no tiene muchas garantías de que su hijo, Felipe, vaya a servir para lo mismo. Y no porque el nuevo rey haya manifestado voluntad alguna de cambiar las cosas, sino porque el equilibrio anterior estaba basado, sobre todo, en las relaciones personales del monarca con los exponentes más privilegiados de ese entramado. Y esas sí que inevitablemente van a cambiar. Y ese cambio inquieta a los que pueden perder influencia, esto es, poder. Además de que temen de que en esa materia Felipe VI no sea tan ducho, y disponible para todo, como lo fue su padre.
Encima, el nuevo rey se tiene que ganar el apoyo de la gente. Y no puede conformarse con que las teles digan que "masas entusiastas les aplaudieron" a la salida de tal o cual acto. Necesita que ese apoyo sea lo más auténtico posible. Porque el sentimiento de que la república es mejor que la monarquía se ha extendido como una mancha de aceite entre la ciudadanía y más bien parece que va a crecer que lo contrario. Aunque por el momento, y a menos que se produzcan acontecimientos extraordinarios que precipiten las cosas, no sea una opción política practicable.
La absurda campaña de ensalzamiento de Juan Carlos –¿por qué se han cantado las glorias del que no ha tenido más remedio que marcharse y no las del que viene?– no ha hecho sino subrayar la fortaleza de esos temores. Pero los problemas del sistema no acaban ahí. El de Cataluña es el más inminente de ellos. A medida que se acerca el 9 de noviembre, la posibilidad de que el Gobierno catalán haga algo parecido a una declaración unilateral de independencia cobra cada día más fuerza. Cuando menos, en el horizonte no aparece ningún elemento que tienda a frenar esa dinámica. Y, al tiempo, los que podrían configurar una opción mediadora están desapareciendo de escena: Durán i Lleida de un lado, el PSC, de otro.
¿Qué haría el Gobierno del PP si Cataluña se declara independiente? ¿Disolver la autonomía y mandar al Ejército? ¿Qué reacciones y rupturas dentro del sistema provocaría esa o cualquier otra decisión, la independencia misma? No hay respuesta alguna a esa pregunta. No se ha pensado en ello. Se ha creído siempre, porque la cosa viene de años, que por mucho que se golpeara a Cataluña, al final, los nacionalistas pactarían. Y ahora que está cada vez más claro que no va a ser así, no saben qué hacer.
Hace algunos meses a algunos genios se les ocurrió que la solución, desesperada, era un Gobierno de coalición entre el PP y el PSOE. Y aunque no cabe descartar que, al final se vaya por ahí, las elecciones europeas han dejado muy tocado ese invento. Porque, a menos que algo imprevisto cambie su nefasto rumbo, los socialistas caminan hacia la irrelevancia. Y porque el PP, aun ganando las futuras generales, puede que se vea obligado a gobernar con pactos inestables y precarios que amenacen constantemente la estabilidad del gabinete. A la italiana.
Y, además, la economía no va a recuperarse de verdad en mucho tiempo, diga lo que diga la propaganda oficial. Y la austeridad y los recortes van a seguir. Y el malestar social va a crecer. Y nadie puede descartar que éste se manifiesta en forma de explosiones mucho más sonoras que las pocas que hasta ahora se han producido. Ese es el temor que no pocos ricos expresan en sus círculos.
Entre los expertos existe la impresión generalizada de que el sistema no puede aguantar mucho tiempo sin hacer cambios importantes. Pero no hay indicio alguno de que en el poder se esté pensando en cambiar algo. Los que mandan ya sólo parecen capaces de tratar de resistir. Y nadie nuevo se asoma a la escena para tratar de sustituirlos. En la derecha y, a la espera del congreso del PSOE, también en la izquierda oficial. El sistema está bloqueado y en esas condiciones sólo puede resquebrajarse y no adaptarse a las circunstancias. Por eso hay miedo dentro del mismo.
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