La abdicación del Monarca, designando a su hijo Felipe como su sucesor en la posición de Jefe del Estado, ha generado toda una serie de eventos predecibles. Entre ellos, el más llamativo e importante es la respuesta unánime del establishment español, definiendo como tal al entrelazado de poderes que dominan los sectores financieros y económicos del país, los políticos que gobiernan el Estado, y los ideológicos y mediáticos que promueven los valores que lo sustentan, desde la Iglesia a los medios de información y persuasión. Este establishment se ha movilizado en bloque para expresar su agradecimiento al Monarca por habernos traído la democracia, tras una Transición que definen como modélica, añadiendo un elogio, igualmente unánime, hacia el que será nuevo Rey de España, Felipe VI, al que consideran como una figura perfecta para tutelar los cambios que consideran necesarios para asegurar la permanencia de este establishment en el poder. Contradiciendo la narrativa de su discurso oficial -según la cual el Rey es una mera figura simbólica-, esta estructura de poder pide al nuevo Rey que dirija los nuevos cambios que el país (es decir, sus intereses particulares) necesita, tal como hizo el que hoy abdica durante la Transición. La gran portada del principal rotativo de España,El País, así lo exigía, en su titular “El Rey abdica para impulsar las reformas que pide el país”, añadiendo, por si alguien no lo interpretaba bien, que el Príncipe de Asturias tiene la madurez necesaria para asumir esa responsabilidad. El País, hoy dirigido por una persona claramente de derechas (ver mi artículo “El sesgo profundamente derechista de Antonio Caño, el nuevo director de El País”, Público, 24.02.14), habla cada vez más claro y transparente en nombre de este establishment. Que conste, pues, que tal establishment nunca vio al Rey como una mera figura simbólica, sino como un garante de su poder.
La predecible unanimidad
Reflejando la inexistente diversidad ideológica de los grandes medios de información españoles, su respuesta a la abdicación ha sido unánime, variando solo en el grado de vasallaje que han expresado en su admiración hacia el Monarca y su entusiasmo hacia su heredero. Este comportamiento señala, una vez más, la enorme distancia existente en España entre el establishment (incluyendo el mediático) y la población. Según la última encuesta del CIS (abril de este año), la Monarquía es una de las instituciones menos populares existentes en España. En una escala de 0 a 10, la valoración es de 3,7. Es interesante subrayar que esta baja valoración existe a pesar del apoyo prácticamente unánime de los mayores medios de difusión a la Monarquía. Esta distancia aparecerá también de una manera clara en la votación de las Cortes españolas, donde nada menos que el 90% de los parlamentarios votará a favor de la transferencia de poderes del Rey Juan Carlos a Felipe. Lo que las encuestas señalan es que el porcentaje de la población que favorece la continuidad de la Monarquía es mucho menor que ese porcentaje, siendo incluso muy minoritario entre la juventud. Ello es un indicador más, de los muchos ya existentes, de la enorme distancia entre las Cortes españolas y el sentir de la mayoría de la ciudadanía en este país, incluyendo la juventud.
El porqué del deterioro del apoyo popular a la Monarquía
Muchas han sido las causas de este deterioro, que ha sido gradual, aunque se ha acentuado más a medida que el establishment español y su Estado también han ido perdiendo apoyo (e incluso legitimidad, en la medida en que muchas de las políticas públicas impuestas por el Estado a la población carecen de mandato popular, tales como los recortes) entre la ciudadanía. El conocido eslogan del movimiento 15M “no nos representan” es ampliamente percibido como acertado por la gran mayoría de la ciudadanía española. La Monarquía está perdiendo popularidad, pues, a la vez que todas las instituciones del establishment español, el cual es plenamente consciente de esta situación y está sumamente preocupado. Nunca antes se había dado, durante el periodo postdictatorial, una agitación social y política que expresara un descontento generalizado tan profundo. Y hace solo unas semanas hubo en Madrid una de las mayores protestas que esta ciudad haya visto (según observadores extranjeros, creíbles en sus reportajes, la multitud estaba entre un millón y medio y dos millones de personas), con población venida de toda España, para manifestarse contra las políticas que está imponiendo el Estado, que carecen de mandato popular y que cuestionan su legitimidad. Y no pasó desapercibido para este establishment que la bandera más enarbolada en dicha manifestación fuera la bandera republicana, que se ha convertido en el símbolo de la España que se desea como alternativa a la existente.
¿Por qué ahora la abdicación?
La abdicación es un intento de revertir el descenso de la popularidad de la Monarquía y, con ella, del establishment español. Refleja su enorme preocupación sobre la viabilidad del sistema político establecido durante la Transición inmodélica, realizada bajo el enorme dominio de las fuerzas conservadoras, que controlaban y continúan controlando el Estado. Ello explica la recurrente apelación a la Constitución española, denominada la Carta Magna (que esas fuerzas dominaron y tutelaron en su desarrollo), como fuente de cualquier legitimidad, presentándola como un documento pactado entre los sucesores de los que ganaron la Guerra Civil (que tenían todo el poder) y los que la perdieron (que acababan de salir de la clandestinidad), y que sería interpretada, en última instancia, por el Tribunal Constitucional, dominado por las fuerzas conservadoras. De ahí la constante referencia a la Constitución como marco que define lo que es o no aceptable por dicho establishment.
Además de la concienciación, por parte del establishment español, de la necesidad de intentar recuperar la popularidad de la Monarquía (y, por tanto, del establishment) mediante la abdicación del Rey, había y hay una sensación de urgencia, de que tenía que ocurrir pronto. Y un factor que explica esta sensación de urgencia fue el conocimiento de que el bipartidismo, que ha jugado un papel clave en la estabilidad del sistema político, se está resquebrajando, y ello a pesar de que la ley electoral (escasamente proporcional, y que facilita tal bipartidismo) continua vigente. El resultado de lo que ocurrió en las elecciones al Parlamento Europeo era predecible. Ello implicaba que algo debía hacerse, y pronto, pues una alianza de los partidos a la izquierda del PSOE y una posible rebelión de las bases de ese partido contra sus élites gobernantes podrían imposibilitar el consenso institucional existente en las Cortes y dificultar un cambio en la persona que ocupará la posición de Jefe del Estado. De ahí la urgencia de que se hiciera lo más pronto posible. Es más, el establishment es plenamente consciente de que cualquier alargamiento del proceso de transición de Juan Carlos I a Felipe VI podría dar pie a una movilización popular que cuestionase el hecho de que al pueblo español nunca se le haya dado la posibilidad de votar específicamente sobre la bondad de estar gobernados por un sistema monárquico o por uno republicano. La voluntad expresada en el referéndum sobre la Constitución incluía muchas otras dimensiones, además de este elemento, en un momento en el que las alternativas eran la continuación de la dictadura o el establecimiento de una democracia muy incompleta, regida por un Estado muy poco representativo y con una escasísima dimensión social, consecuencia de que el pacto que condujo al establecimiento de ese nuevo sistema político estuviera basado en un enorme desequilibrio de fuerzas.
La petición democrática
El claro hartazgo de la mayoría de la ciudadanía española hacia las instituciones democráticas, reflejadas en el Estado español, se basa no en una oposición a la democracia (maliciosamente definida la oposición a tal Estado como movilizaciones antisistema), sino en la enorme tergiversación de la democracia llevada a cabo por parte de la clase política y funcionarial que controla y gobierna dicho Estado. Es un hartazgo que exige mayor, no menor, democracia, rompiendo con las estructuras, prácticas e ideologías heredadas de la dictadura y que se perpetuaron en el Estado postdictatorial, resultado de una Transición inmodélica por lo enormemente desequilibrada que fue. En contra de la enorme idealización que se ha hecho de la Transición (a la cual ha contribuido el mundo académico y mediático), tal proceso no significó una ruptura con el régimen anterior. Todo lo contrario, fue la incorporación dentro del Estado de elementos democráticos de carácter representativo (muy limitados por una ley electoral escasamente proporcional, favorable a las fuerzas conservadoras, que fomentaba el bipartidismo) bajo el dominio de los herederos del régimen dictatorial. Pero no hubo ningún tipo de ruptura o purga, estableciéndose una clara continuidad del establishment español, liderado por el Monarca.
Una pieza clave en su perpetuación fue el aparato dirigente del PSOE que, al beneficiarse del bipartidismo, pasó a ser uno de sus máximos defensores. Hay que subrayar que el sistema electoral les benefició como partido (aunque menos que al Partido Popular), pero no como proyecto, pues las estructuras de poder financiero y económico que han dominado el aparato del Estado durante este periodo democrático han dificultado el desarrollo del proyecto socialista. Es cierto que el enorme déficit social heredado de la dictadura disminuyó (aunque no desapareció) durante los mandatos del PSOE. Pero este no tuvo la suficiente fuerza o la necesaria vocación transformadora para cambiar sustancialmente aquella enorme influencia del poder financiero y económico, que configura en España lo que es “posible” o “razonable”. El gasto público social por habitante en España continúa estando entre los más bajos de la Unión Europea de los Quince.
Hoy, la población española está harta y enfadada con este Estado y con la casta política que lo ha estado gobernando. Las encuestas así lo muestran, un hastío y rechazo que es mayoritario entre la juventud. La esperanza de aquel establishment es que un Rey joven pueda ayudar a diluir tal enfado y rechazo. En una respuesta desesperada, acompañada, por cierto, con un aumento muy notable de la represión por parte del Estado.
Frente a esta situación, las fuerzas auténticamente democráticas deberían movilizarse para exigir una ruptura con aquel Estado, que significó la continuación de muchos de los aparatos y personajes del Estado dictatorial, y el establecimiento de una democracia real que tenga elementos representativos basados en un sistema auténticamente proporcional (que garantice la misma capacidad de decisión en la gobernanza del país a cada ciudadano) y elementos de democracia directa, es decir, que los ciudadanos tengan el poder de decidir a través de referéndums vinculantes a todos los niveles del Estado temas como, entre otros, el de tener una Monarquía o una República. Ni que decir tiene que el establishment se opondrá a muerte a estos cambios. Este establishment es una continuación directa del que realizó el golpe militar en 1936. Pero si las fuerzas democráticas se unieran en este propósito, poniendo las necesidades de la ciudadanía por encima de sus intereses partidistas, con una amplia coalición de movimientos sociales (desde sindicatos a asociaciones de vecinos, entre otros muchos) y partidos políticos auténticamente contestatarios, comprometidos con la democracia y defensores de la soberanía de los distintos pueblos y naciones de España frente a los falsamente “patriotas” que dócilmente han servido a los intereses extranjeros, podrían movilizar a la mayoría de la población frente a una minoría que gobierna y que no tiene hoy legitimidad para hacerlo.
Vicenç Navarro
Catedrático de Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra
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