Alfonso Puncel
Doctor en Geografía
Podría pasar de puntillas sobre el asunto pero no va conmigo. La protesta de los taxistas contra una aplicación informática que permite compartir transporte es un debate muy interesante y no sólo porque afecte a un problema de transporte en las ciudades, sino porque pone encima de la mesa algo más importante, esto es, las transformaciones que seguro se van a producir en las formas de consumo gracias a las nuevas tecnologías y la economía colaborativa. Recientemente y gracias a otra aplicación, vendí la vieja nevera que, de otra forma hubiera acabado en el mejor de los casos, en un desguace. Todavía estaba en uso y le quedaban otros diez años de actividad refrigeradora.
¿Dónde está le ilegalidad? ¿Van a protestar los fabricantes de neveras o las tiendas de electrodomésticos por este venta? Lo dudo. Salvo que esta práctica se extienda tanto, sean tan popular, que afecte a los beneficios empresariales. Y es precisamente este el motivo de la protesta de los taxistas.
Esta práctica de economía colaborativa, que parece tan novedosa, es tan antigua como el trueque pero ha quedado en algo residual porque la sociedad de consumo de masas ha provocado que sea más barato tirar y comprar otro nuevo que arreglar, reutilizar y dar una nueva vida a las cosas que compramos o comprar cosas usadas. Se permite el intercambio o la compra de segunda mano mientras no afecte a la economía, en caso contrario se persigue y multa. Además nuestra economía se sostiene en que la “vida útil óptima” de los objetos se agote nada más comprarlos. Ya no se trata sólo de que los fabricantes programen su obsolescencia para obligarte a comprar otro, sino que los objetos están construidos para que su uso en perfecto estado, sea el más corta posible. El caso extremo de este principio está en los destornilladores comprados en las tiendas de “todo-a-cien”, puedes usarlos como máximo una vez, después quedan desmolados.
Pero volviendo al tema de la economía colaborativa aplicada a los servicios, lo cierto es que por la vía de los monopolios, oligopolios, acuerdos tácitos o expresos entre empresas sobre precios y otros mecanismos de control del mercado, acabamos pagando por las cosas y los servicios, lo que en realidad no cuestan y dando beneficios exorbitantes a las empresas alterando de esta forma la competencia de la que tanto presume el sistema de libre mercado.
¿Alguien sabe de verdad que cuestan las cosas cuando pagamos? Disponer de esta información y saber qué margen de beneficio obtienen, es un derecho de los consumidores. De hecho creo que se deberían poner en las etiquetas y las facturas un desglose de los costes y beneficios económicos que comportan nuestras compras y no sólo el impuesto del valor añadido de cuya descripción sólo reconocemos el concepto impuesto. No creo que costase tanto informar de eso, pero me temo que sería disuasorio y motivo de amplias protestas si se supiera, por ejemplo, que construir una vivienda o un coche, sumando todos los conceptos, es sólo la mitad de lo que nos cobran y que el resto es beneficio. De hecho esto ya es motivo de protesta en el caso de los alimentos por los beneficios de los intermediarios aunque esta realidad no es sustancialmente diferente cuando compramos un televisor.
La aplicación Uber es similar, salvando las distancias, a las monedas sociales que se usan en determinados lugares, los servicios de arreglos de ropa o de compra de objetos viejos, los bancos de tiempo, de alimentos y otros mecanismos de intercambio entre las personas, la compra directa a los productores, el autoconsumo energético o las compras colectivas. La diferencia es que este intercambio de un servicio de transporte se realiza rápida y cómodamente, mediante un teléfono móvil, beneficiando al medio ambiente, la circulación y a la economía de las personas pero afecta, de forma significativa, a los beneficios de un colectivo.
Estas protestas de los taxistas son similares a las medidas adoptadas por RENFE al poner impedimentos para que se compren por internet las ofertas de grupos entre personas que no se conocen previamente y que permitían aprovecharse de reducciones en el precio. Y aunque teóricamente la acción del gobierno en favor del interés general debería ir dirigido a favorecer de reducir, reutilizar y reciclar, mejorar nuestra economía y protegernos de los abusos, en la práctica sólo actúan cuando afecta a los beneficios empresariales y a la capacidad recaudatoria del estado. La misma filosofía de las protestas contra estos intercambios es la que sostiene la prohibición o penalización del autoconsumo energético, por ejemplo.
El motivo de esta coincidencia de intereses está claro, la economía colaborativa se escapa a la recaudación de impuestos especialmente al cobro del IVA. Así pues se alían dos intereses, el de los empresarios y el del estado, en contra de los consumidores para que al final la cosa acabe como siempre, por aprobarse un reglamento que prohíba y multe estos intercambio o poniendo un impuesto que sólo servirá para poder decir que el fraude fiscal en España es el más alto del mundo y que la culpa la tienen los ciudadanos de a pie. Con todo, bienvenido Uber a mi teléfono con el que por cierto, me voy a Barcelona pagando la cuarta parte de lo que me costaría con RENFE.
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