por Antonio Avendaño
Si es cierto que sólo los tontos mezclan, confunden e intercambian sistemática y deliberadamente fútbol y política, el país se ha superpoblado de idiotas en sólo unas semanas y de manera particularmente preocupante tras la conquista por la selección española de la Eurocopa 2012. La idiotez de mezclar y confundir fútbol y política no tendría mayor relevancia, como ocurre con tantas otras idioteces, si no fuera porque se trata de una idiotez con un gran potencial explosivo, una idiotez peligrosa porque tiende a confundir y situar en un mismo plano una cosa de verdad y una cosa de mentira: la cosa de verdad es la política y la cosa de mentira es el fútbol.
Aclarémoslo: el fútbol es de mentira aunque las emociones que ofrezca sean de verdad; es de mentira en el mismo sentido en que lo es una novela, una película o una partida de cartas sin dinero: un artefacto que nos divierte, nos entretiene, nos estremece, nos abate, nos hace dichosos, nos enseña la importancia de la concentración, el azar, el carácter o el talento o incluso nos ilustra sobre cuestiones tan trascendentales como la ética, que es lo que le ocurría a Camus con el fútbol.
La huella que las victorias futbolísticas dejan en los corazones es dulce pero efímera, y lo mismo sucede con la huella dejada por las derrotas, que es amarga pero igualmente liviana. Por eso no es verdad que la victoria de España en la Eurocopa contribuya a que este país crea más en sí mismo, o en todo caso es una contribución tan efímera y colateral como una pompa de jabón: la pompa de jabón también es verdadera, pero su verdad casi no puede llamarse tal pues apenas ha sido constatada, desaparece. A estas alturas no serán muchos los holandeses, ingleses, alemanes o italianos que sigan tristes, se sientan abatidos o les quede en el corazón algún poso de amargura porque sus selecciones han sido derrotadas. Fue triste ser derrotados, pero fue una tristeza sin proyección ni raíces. Serán excepcionales los casos de aficionados de esos países que guarden rencor a los países que los derrotaron. Puede que haya casos, sin duda, pero serán, justamente, casos de aficionados idiotas, de aficionados que toman por verdaderas cosas que, como el fútbol, son en realidad de mentira.
Puede que todavía nos dure la dulce resaca de felicidad por la victoria en la Eurocopa, pero si es así tiene los días contados. Y no sólo los días: las horas. Por eso resulta tan llamativa la fiereza con que la mayor parte de la prensa española de derechas ha celebrado las victorias de la selección. Las ha celebrado como si hubieran sido victorias políticas y no deportivas, como si hubieran sido guerras y no juegos. En realidad le ha ocurrido también a la prensa de derechas de otros países: en Alemania, Italia o Grecia los periódicos conservadores y/o populistas también han mezclado fútbol y política sin rubor ni cortesía durante la Eurocopa, lo cual no deja de ser un consuelo pues significa que la idiotez no es exclusiva de la derecha española.
La prensa diestra de España ha interpretado la victoria futbolística no como la ficción que es, sino como un triunfo literalmente nacional, una gesta de toda la nación en tanto que tal nación. Lo que les ocurre a nuestras derechas es que sospechan, y tienen buenas razones para ello, que la nación como tal nación que ellos soñaron unas veces e impusieron tantas otras hace aguas no por todas partes, pero sí con toda seguridad por dos partes, Cataluña y el País Vasco, y por eso se han apresurado a restregar a esa España lejana este triunfo futbolístico como si fuera un triunfo político. ¿Conque no existe la Nación Española? Y si no existe, ¿entonces esto qué es, eh, qué es? ¿Conque no creéis en España, eh? ¡Pues tomad España! Lo decimos y lo repetimos: ¡tomad ES-PA-ÑA!
La desmesurada reacción patriótica sería patética si no fuera ridícula, si no fuera de un infantilismo que conmueve porque el pobre ni siquiera puede sospechar que es infantilismo. Al otro lado del espectro, el ninguneo institucional o informativo de los patriotismos periféricos es en realidad una imagen invertida de los excesos de su hermano mayor del centro. Mientras tanto, a la derecha españolista y a muchos ciudadanos de buena voluntad al sur del Ebro el triunfo futbolístico en la Eurocopa les hace imaginar un país respetado, eficiente y sin fisuras que en realidad no existe. A muchos nos gustaría que existiese, pero lo cierto es que no existe o casi no existe o al menos está dejando de existir a gran velocidad: otra cosa bien distinta es que muchos sigamos intentando que exista, que sigamos apuntándonos a ese delicado y comprometido juego de pactos, cesiones y equilibrios que haga viable su existencia sin resentimientos ni cuentas pendientes que saldar.
El fútbol no debe mezclarse con la política y no ya por los muchos apuros en que esa confusión pone a los jugadores, sino porque cada vez que lo hace ambos salen perdiendo: el fútbol porque se envenena y la política porque se trivializa; el fútbol porque, siendo como es de mentira, comienza entonces a ser de verdad, y eso es malo; y la política porque, siendo como es de verdad, comienza entonces a ser de mentira, y eso es todavía peor. Y es todavía peor porque nos hace olvidar este hecho absolutamente crucial: que sólo la política puede salvarnos.
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