por Manolo
Saco
Cerca del 60% de los españoles nació ya en democracia. Para todos ellos, la
dictadura franquista, la transición tramposa, la componenda de la restauración
de la corona de los Borbones, o el soterrado ruido de sables bajo el que se
redactó la Constitución son batallitas del abuelo cebolleta. La democracia
existe para ellos como existe el aire que respiramos: creen que es natural, que
sin él, sin ella, no podríamos vivir. Pero ahora están aprendiendo en sus
carnes que la democracia, al igual que el aire, te la pueden contaminar, y que
fuerzas oscuras y poderosas amenazan con degradar su calidad hasta dejarte sin
respiración o sin libertad.
Todavía hoy hay que explicarles que la democracia no
cayó sobre nuestras cabezas de manera inevitable, como la lluvia, sino que una
generación de españoles se batió el cobre por ellos y su futuro en las
fábricas, en la universidad, en la calle, contra una brutal policía represora,
uniformada de gris y correaje, a la que distinguíamos del caballo que montaban
por la mirada dulce del caballo.
Tan natural es que los hijos de los represores, sentados hoy en su mayoría
en los escaños del PP en el Congreso, se declaran entusiastas defensores de los
derechos democráticos, como si su fundador no hubiese pertenecido jamás al
aparato criminal que sustentó la dictadura, como si su presidente de honor, el
hombrecillo insufrible que susurra a Rajoy desde FAES el camino tortuoso de
nuestra salvación, no hubiese sido un joven falangista cuyo ideario político
habría de sonrojar al mismo Fraga Iribarne, que dios tenga en su gloria, es
decir, en ninguna parte.
Cuando ya no había que pegarse con la policía para ejercer los derechos
ciudadanos, los herederos sociológicos del régimen comprobaron que las
manifestaciones, además de un lugar divino de la muerte donde conocer gente y
lucir los últimos modelos de Rolex y abrigos de visón, eran útiles para
protestar por el ataque malvado de los socialistas a sus privilegios y sus
creencias disparatadas. Montaban sus botellones espirituales en la madrileña
plaza de Colón, bendecidos por la obispalía montaraz, y se ganaban de paso el
cielo llamando a Zapatero asesino hijoputa, jaculatoria que, repetida tres
veces, aseguraba la obtención de indulgencia plenaria.
Con semejante entrenamiento, los votantes de esa derecha, a los que ni se
les pasaba por la cabeza que un Gobierno “de los suyos” se atrevería algún día
a tocarles el IVA, la nómina, la pensión, las prestaciones sanitarias y hasta
las mismísimas pelotas, recordaron de pronto que las manifestaciones sirven
para intentar influir en el Congreso de los Diputados, incluso en el ánimo de
aquellos a los que, engañados por falsas promesas, auparon al poder con sus
votos desgraciados, por mucho que blinden con vallas tan magnífico recinto para
dormir la siesta, en un vano intento de que no retumbe dentro la voz de la
calle.
Rajoy les tocó lo más sensible de su ideario vital, moral y político: las
pelas, la cartilla, los moscosos, la paga extraordinaria de la natividad de su
dios. Y de pronto este Gobierno logró así un récord en nuestra historia
democrática: cabrear a propios y extraños, a amigos y enemigos, y juntarlos a
todos en las macromanifestaciones de la semana pasada, millones de personas en
total, “miles” según el nuevo NODO de la nueva TVE, gritando todos a una:
¡dimisión!
Juro por ese dios que no existe que jamás había estado en manifestación tan
extravagante, por insólita, con tanta gente de la derecha de toda la vida a mi
lado, codo con codo, coreando el lema colectivo puesto de moda por uno de los
suyos, por su grosería la señora Fabra: ¡que se jodan! Me resultó tan raro, una
compañía tan extraña a mí, que ni siquiera me atreví a gritar que se jodiesen,
por no molestar, mireusté. No vaya a ser que a la próxima mani ya no vengan.
Los mismos que no hace muchos años salían a la calle contra el Estatuto de
Cataluña, el aborto, el matrimonio homosexual y los recortes de Zapatero,
pedían ahora a mi lado la dimisión de Rajoy. El mundo se acaba,
definitivamente. Cierto es que se les notaba poca destreza manifestante, quizá
cierta timidez, como si estuviesen cometiendo un pecado venial contra su clase,
como si temiesen ser vistos por los agentes secretos de Benedicto XVI
infiltrados en las marchas, y hasta me dio un puntito de miedo verles tan
irritados, porque os recuerdo que la derecha, cuando alcanza la masa crítica de
cabreo, fusila. No se anda con coñas de juicios. Y creo que no es para tanto,
no hay que hacerle al Gobierno juicios sumarísimos como solían sus mayores:
¡basta simplemente con empujarles hasta el mar!
El malgobierno de Rajoy sigue esgrimiendo que gobierna con el apoyo de la
mayoría de los ciudadanos, cuando en realidad solo le votó el 30,27% (a ver,
repito: el 30,27%) de los españoles con derecho a voto, descontada la
abstención. Es decir, ¡prácticamente el 70% de los españoles no le votó! Y
además, considerando que buena parte de sus votantes, a juzgar por el pelaje de
los manifestantes de la semana pasada, se siente engañado por un programa
oculto al que de ninguna manera hubiesen dado su consentimiento, de saberlo de
antemano, resulta que el PP estaría gobernando en estos momentos contra el
parecer de, quizá, el 90% de sus conciudadanos, como cuando Aznar nos metió en
la guerra de Irak.
Pero, cuidado, el Gobierno del PP que se ha revelado como un fraude
democrático, un Gobierno legal pero ilegítimo, ya que no puede acallar el
clamor que proviene incluso de los suyos, se apresta a matar al mensajero. Ha
puesto sus patas en prácticamente todos los medios de comunicación masivos,
pero siente que la calle y las redes sociales de comunicación se le escapan de
las manos. Si las ideas siempre resultaron ser más fuertes que los fusiles,
ahora se revelan como bombas atómicas por la reacción en cadena que se propaga
a través de los smartphones. Pronto tendremos a la policía cacheándonos, no en
busca de una navaja o un cóctel molotov, sino de un teléfono móvil con la mecha
de twitter encendida.
La economía se les va de las manos, el país está a punto de ser
intervenido, los suyos le dan la espalda porque han descubierto el trampantojo
con que disimulaban su ineficacia, pero al Gobierno solo le preocupa que todo
ello llegue a saberse. El Ministerio de Interior está diseñando un cambio de
legislación para que la difusión a través de Internet de las convocatorias de
manifestación que no hayan obtenido permiso administrativo previo sean
consideradas “delito de integración en organización criminal” cuando acaben
siendo “violentas” o alterando “gravemente el orden público”. Varios años de
cárcel, en suma. Esencia pura de fascismo.
El Gobierno que más ha hecho por alterar el orden público, el pirómano que
enciende un fuego cada vez que un ministro abre la boca, conoce bien cómo
solucionan esto los regímenes dictatoriales: criminalizando las redes sociales
que no pueden dominar ni acallar.
Así que, démonos prisa, echémoslos al mar antes de que publiquen el
decreto. Y, a ser posible, antes de que aprendan a nadar.
Rajoy novo look
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