sábado, 27 de xullo de 2019

Irene Montero: política, madre de los dragones y esposa de Pablo

Las narrativas sobre mujeres políticas no son tan redondas porque están rotas por una contradicción: las mujeres en nuestra cultura machista pertenecen al ámbito de lo privado y la política es el ámbito de lo público por excelencia.


NACHO M. SEGARRA

Si existe algún gusto cultural que defina a la nueva política esa es su pasión por las series y, dentro del amplio catálogo de títulos disponible, Juego de Tronos es un referente para Podemos. Sin embargo, a veces, me da la sensación de que muchos políticos ven Juego de Tonos del mismo modo que hace un amigo: pasando rápido las escenas de relleno y yendo directamente a la acción, la sangre y la estrategia.

Mi amigo, que es bruto, considera que las escenas de relleno son las que definen íntimamente a los personajes como las escenas domésticas, dramáticas o sentimentales. A pesar de ese interés por las grandes batallas, a veces el relato se impone y lo que considerábamos secundario pasa a primer plano, tal y como ocurría —ojo, muchos spoilers— con el tórrido romance que mantuvieron Daenerys Targaryen y Jon Snow. En esa esencial trama, Jon Snow se pasa muchos capítulos diciendo que es un simple súbdito de su reina, que se retira de la primera línea de la política, para volver a aparecer en último momento y acabar con la tirana.

Este magnicidio, que hizo poner el grito en el cielo a muchas mujeres fans de la serie —“la serie había traicionado a las heroínas fuertes que la habían encumbrado”— propuso otro interesante escenario, el de la sucesión. ¿Quién debía heredar el trono? La respuesta estaba en el último capítulo y era muy simple: el que tuviera el mejor relato. Los relatos son esenciales para que el pueblo pueda vincularse con sus gobernantes.


CÓMO DEJAR DE PREOCUPARSE POR LO PÚBLICO
Y PRIVADO Y AMAR A IRENE MONTERO

La respuesta era sencilla porque, claro, estamos hablando de señoros gobernantes, reyes o secretarios generales, lo que siempre simplifica la narrativa, ¿qué pasa con las historias que contamos, las historias que nos cuentan de las mujeres políticas? Las narrativas sobre mujeres políticas no son tan redondas porque están rotas por una contradicción: las mujeres en nuestra cultura machista pertenecen al ámbito de lo privado y la política es el ámbito de lo público por excelencia. Todas las mujeres políticas, desde su progresiva y lenta incorporación a partir de la segunda mitad del siglo XX, han tenido que lidiar con esa contradicción que muchas veces se convertía en un acertijo irresoluble: “Debes mostrarte hogareña, femenina y poco ambiciosa” pero “las mujeres hogareñas, femeninas y poco ambiciosas son malas para la política”.

Ese doble vínculo ha acabado quemando muchas carreras y ha sido un obstáculo para crear relatos salvo en contadas ocasiones, siendo la más significativa la de Margaret Thatcher quien, para suavizar su imagen, no dudaba en hacerse fotos fregando las ollas después de la cena o mostrando su cesta de la comprar para confirmar la buena marcha de la economía inglesa, pero es que esta señora, no nos engañemos, era muy heavy.

Las profesoras Karrin Vasby Anderson y Kristina Horn Sheele en su libro Governing Codes: Gender, Metaphor, and Political Identityexplican cómo las expectativas de género lastran la imagen de las mujeres políticas, especialmente en relación con su competencia: las mujeres políticas no sólo ocupan menos espacio mediático sino que sus relatos son mucho más escasos y están reducidos a una serie de estereotipos.

Analizando a las mujeres que se han presentando a distintos puestos de la administración norteamericana explican que existirían básicamente cuatro tipo de relatos sobre las mujeres políticas: la pionera —la primera mujer que accede a un puesto, que es capaz de hablar al hombre común y que está lastrada por la falta de experiencia—, la reina de la belleza —sabe adaptarse a las normas de apariencia de la sociedad y por lo tanto no utilizara su poder público de manera inapropiada— y la mujer que no sigue las reglas —la ambiciosa, a la que se ridiculiza por su aspecto o por ser una mandona, una figura que subvierte el orden, habladora y excesiva—. Junto a estos estereotipos, nos faltaría uno de especial relevancia para este caso, el de la marioneta.

El estereotipo de la marioneta haría referencia tanto a la mujer que accede al poder a través de su relación personal como a la que manipula a su marido para ejercer el poder. Tener una relación con un alto cargo y no limitarte a una posición representativa es una ofensa que recibe numerosos ataques públicos pero que nos obliga a pensar, como en el caso de Hillary Clinton, cómo las líneas entre lo público y lo privado no están fijas, no son controles fronterizos sino que se renegocian constantemente. En su estudio sobre las primeras damas de Betty Winfield llamado The First Lady, political power and the media explica que las funciones de la mujer del presidente son las de acompañar a su marido, realizar actividades de protocolo en eventos diplomáticos, participar en actividades caritativas y finalmente y de manera más polémica, ser su consejera política.

Si bien las mujeres de los políticos podían aparecer activas en campañas políticas como representantes del voto femenino o como fieles guías, en las últimas décadas cualquier protagonismo de éstas ha sido recibido con duras críticas por parte de la prensa: la mujer del líder que destacaba era peligrosa. Tony Blair, por ejemplo, se esforzó mucho en no subrayar ninguna cualidad especial de su esposa durante su campaña —ni sus estudios, ni sus méritos—: su esposa era completamente normal, como lo era su matrimonio.

Según la especialista Emily Harmer, que ha analizado a las primeras damas de los candidatos británicos de la última década, éstas se han retirado de primera línea para representar los valores políticos de sus maridos a través de herramientas tradicionalmente femeninas: desde su rol de madres hasta su gusto por la moda —moderno pero recatado—, desde su aparición en algún programa de cocina hasta la muestra de afecto que humaniza al político.

Como la reina de dragones que pulveriza ciudades, hemos de decir que Irene Montero, montada sobre su partido político, hace estallar todas las categorías anteriores. Su relación con el secretario general de su partido hace que la separación entre la esfera pública y la privada a la que aspiran muchas mujeres políticas sea muy difícil, además, incide en esa tendencia a pensar que las mujeres necesitan de una investidura masculina: “era delfina de…”. Su negativa a permanecer en cualquier aspecto secundario con respecto a su pareja cae en lo mismo y, por si no fuera poco, la constante y masiva exposición mediática a la que están sometidos ambos, convertidos en estrellas políticas, hace que la única separación entre lo privado o lo público que queda, la verja del nefando chalet, esté pulverizada. Sobre estos cascotes, ¿cuál es la historia que podemos contar de Irene Montero?


FRENTE A LOS PELOS DEL SOBACO, HARVARD

De Irene Montero se han dicho verdaderas barbaridades en prensa, la más fuerte quizás sea la de un semanario que la puso en portada sobre un trono con el título “La reina de Podemos” y el subtítulo “De las juventudes comunistas a Yoko Ono del partido morado”. Esta semana ese tono encontraba su eco en redes sociales ante la posibilidad de que pudiera ocupar algún cargo en el futuro gobierno de la nación. Algunos, los más flojos, decían que sería “una vicepresidencia decorativa” ¿de qué otra cosa se puede encargar una mujer que de la decoración? Otros, los más beligerantes, atacaban su relación con el secretario general y utilizaban el romance, la familia, lo privado para disciplinarla, para ponerla en su lugar.

La periodista Nuria Alabao me comentaba a raíz de esos ataques: “Es evidente que hay críticas a Montero que están vinculadas con las mayores exigencias que hay sobre el cuerpo de la mujer —por ejemplo los que tienen que ver con su imagen, si se depila o no, por nombrar algo que ha sido bastante polémico en redes— o sobre el estereotipo de ‘cotilla’ —se ha dicho que no podría mantener secretos con su compañero Iglesias”. Según esa interpretación, si los hombres hablan es que son estrategas, si lo hacen mujeres, es que no pueden frenar su lengua. Este machismo, según continúa Alabao, se mezcla con el clasismo en el caso de Montero: “Quién es esta para llegar a formar parte de las élites de gobierno, qué títulos de nobleza cultural tiene para ‘llegar tan alto’, o quizás: quién se cree que es esta advenediza que no viene ni del alto funcionariado de Estado, ni de una familia con poder, para gobernarnos… Por tanto, machismo y clasismo, y odio a Podemos se mezclan aquí, formando una bomba comunicativa”.

En el otro extremo de la batalla dialéctica, ya que las narrativas se tienen que pelear, se encuentran quienes hablan de sus títulos y experiencias, haciendo un discurso un tanto falso sobre la meritocracia en el que frente a los pelos del sobaco estaba situado nada menos que Harvard.

Muchas de las mujeres feministas y votantes de Podemos que he consultado, sin caer en la locura de pedir certificados compulsados de su beca, me comentan que es una mujer extraordinariamente válida y piensan en ella como opción de futuro. Una de ellas, quien declinó aparecer con su nombre, pero que se encuentran cercana al partido desde sus inicios, tras explicarme todos los logros y virtudes de Irene Montero y preguntarle sobre su relación con el secretario general me explicó: “La cúpula del partido es en la actualidad un grupo tan cerrado que todo responde a la lógica personal, ¿No es la de Rafa Mayoral una relación personal?”. Complementando ese punto de vista, Nuria Alabao explica que, a diferencia de los hombres, a las mujeres políticas se les suele pedir títulos o méritos para ocupar cargos, especialmente si mantienen algún tipo de relación personal con alguien del partido, “pero la pregunta más bien debería ser sobre la democracia en Podemos“. “¿El problema es que sea la mujer del secretario general o el problema es la forma de repartir cargos y responsabilidades dentro del partido?”.

Asunción Bernárdez, especialista en comunicación política y género y que ha analizado la imagen de distintas políticas españolas, explica: “Resulta penoso que una vez más las descalificaciones que se dirigen a las mujeres políticas tengan que ver con lo personal, con lo familiar… Sin embargo, éstas responden en parte al actual contexto español conservador: los ataques sexistas forman parte de una constelación de agresiones a todo lo que significa progreso”. Preguntada sobre la mezcla de lo público y lo privado en el caso de Irene Montero, reflexiona: “Es una mujer que ha sabido mantener un buen pulso con los medios con respecto a su privacidad. Frente a unos medios ávidos por tener imágenes e información suya, y a unos políticos que tienen la tentación de utilizar su vida privada y familiar para dar una imagen positiva, Montero ha sabido resguardar su intimidad. A pesar de ello, la losa de ‘señora de’ es un elemento muy pesado contra el que batallar”.


IRENE MONTERO Y LA INMACULADA CONCEPCIÓN POLÍTICA

Es casi imposible no sentir simpatías por Irene Montero que ha acabado convertida por la derecha machista en la personificación de los desmanes del 15M —la universitaria no depilada que se mete en política sin padrinos— y por la izquierda machista en una de las peores pesadillas patriarcales —la gold digger, la caza maridos y trepa, la mujer que utiliza sus atributos femeninos tradicionales en beneficio propio. Junto a esto, y justo es decirlo, Montero aparece cuestionada por algunas mujeres que miran con pánico su mezcla de lo público y lo privado. Mujeres que saben que convivir con hombres puede ser muy complicado, mucho más complicado si estos por su profesión o carácter tienen una personalidad fuerte, y tarea casi imposible si es la mujer la que tiene una mayor posición de poder o gana más dinero.

A mí, a diferencia de estas personas y de los guionistas de Juego de Tronos, me encantan las mujeres fuertes y considero que un futuro mejor para este país pasa por un partido de izquierdas liderado por una, pero en este panorama político tan masculinizado da para pocos engaños. Esa mujer no va a surgir de la nada, no va a surgir de las bases y gracias a la meritocracia, los títulos de Harvard y su tesón conquistar la cúpula de un partido político. Esa improbable inmaculada concepción política no va a ocurrir y ojalá me equivoque. La mujer que llegue a ese puesto lo hará manchada, cuestionada, sin investidura y con un poder dependiente de los hombres de su entorno, desde maridos o padres —reales o políticos—, hasta asesores o consejeros. Irene Montero está justamente en esa posición.

En esa situación, no todo depende de votos de simpatizantes o de títulos universitarios, sino también de la estructura del partido y, de manera más concreta, de que el primero de abordo se retire discretamente. Que un hombre se calle —y lo sé porque soy uno— es un acto bello e inestable que posee mucha delicadeza y en cualquier momento puede arruinarse. Si Pu Yi, el último emperador de China se retiró para ser un simple jardinero, ¿podrá nuestro Jon Snow meterse detrás de las cortinas y clavarse él mismo el cuchillo mordiéndose la mano para no hacer ruido?

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