xoves, 4 de xullo de 2019

Cuando el arte intentó cambiar nuestra forma de vestir (I)

A mediados de s. XIX comenzaron a surgir varias corrientes artísticas que defendían una moda femenina más fluida y cómoda, ajena a la tiranía del corsé

NURIA LUIS
“Su cintura era la perfección a los ojos de un hombre porque ocupaba su posición natural. Era visible y deliciosamente libre de toda deformación de un corsé”, escribió Wilkie Collins en una de esas descriptivas imágenes que recogeLa Dama de Blanco. El relato decimonónico es uno de los muchos ejemplos en la literatura que resumen la obstinación de sus coetáneos al respecto de la vestimenta femenina. Aunque se vincula a Paul Poiret con la liberación del corsé y Coco Chanel y Madame Vionnet simplificaron sus líneas en la década de 1920, la industria lleva desde hace 150 años obsesionada por la búsqueda de lo natural, sencillo y práctico.
Más que de moda, se podría hablar en términos más apropiados de la anti-moda. De aquellas corrientes reformistas que se levantaron en contra de lo que se vestía a pie de calle. La misma que dictaba Charles Worth desde su imperio de la Alta Costura, comprimiendo la figura de la mujer en un amasijo de lazos y hierros. El corsé y las amplias crinolinas victorianas crearon la silueta idónea a la que tenía que adaptarse el cuerpo femenino desde edad temprana, una estética que acarreaba grandes problemas para la salud.
Por este motivo, se creó hacia finales de s. XIX la National Health Society, una organización que promovía un tipo de vestido más saludable e ‘higiénico’ en la línea de los revolucionarios pantalones de mujer que defendía Amelia Bloomer en Estados Unidos. Sin embargo, los diseños que propusieron en sus primera exposiciones seguían guardando demasiada relación con los diseños contemporáneos. La reforma más destacable vino por otro lado, de mano de estetas y artistas. También de sus musas, aquellas mujeres que trascendieron el papel pasivo que les ha dado la historia.

Ofelia y el nuevo canon de belleza

Flotando en el agua, con la mirada perdida y la larga cabellera pelirroja enmarcando su cadáver. Pocas pinturas persisten en la memoria colectiva de forma tan clara como la que retrató el pintor inglés John Everett Millais cerca de 1852. Aquella mujer que se puso en la piel de Ofelia, la heroína de Hamlet, daría alas al arte para soñar con la estética prerrafaelita. La pintora y poetisa Elizabeth Siddal fue uno de los rostros más conocidos del grupo artístico que se creó en Londres en 1848 por los artistas Dante Gabriel Rossetti, William Holman Hunt y el propio Millais. El ideal de la Hermandad Prerrafaelita se podría resumir en un rechazo a la pintura academicista de la época y del arte manierista y poco natural posterior al renacentista Rafael (de ahí el nombre del grupo).
'Ofelia', de Everett Millais. © Getty Images
Alabados por Oscar Wilde y vilipendiados por Charles Dickens, su manera de ver el mundo supuso un soplo de aire fresco en todos los aspectos. Comenzando por la temática de los cuadros, que podía ir desde las leyendas del rey Arturo a los poemas de John Keats, pasando por el tamiz omnipresente de la naturaleza. Y en este aspecto, pusieron patas arriba la representación de la mujer: la mentalidad puritana de aquel momento victoriano chocó con sus ‘mujeres caídas’ y la forma en que estas eran retratadas. Mientras una mujer solo llevaba el pelo suelto en la intimidad de su hogar, la hermandad las inmortalizó con el pelo al aire y suelto. Lo demuestra bien la fotografía de su coetánea Julia Margaret Cameron.
Además, escribieron las reglas de su propio canon de belleza con mujeres que iban en contra de los propios estándares decimonónicos: Lizzie Siddal era espigada, con la cabellera pelirroja y muy blanca de piel, un ideal poco agraciado para la época. Jane Morris, otra de las figuras más representativas, tenía los rasgos muy marcados, con una poderosa mandíbula, cejas muy pobladas y una larga y encrespada melena que caía en cascada como lava negra. En el libro The Pre Raphaelite Sisterhood, el autor Jan Marsh asemeja el hecho de convertir a Morris en un referente de belleza con el auge de Twiggy como modelo en la década de 1960.
En esa propia representación, la forma de vestir a las protagonistas de sus cuadros resonaría con eco en los movimientos artísticos posteriores. Porque el vestido prerrafaelita se desvinculó de tal modo de la moda mainstream del momento que acabó por recibir esa especie de nombre propio. Sin pretensiones reformistas, sus características formales se alineaban con esa búsqueda de la naturaleza: diseños que en vez de constreñir, abrazaban la cintura con siluetas liberadas y fluidas, rechazando el corsé. Frente a las mangas estrechas y de hombro bajo de la vestimenta habitual, la del vestido prerrafaelita tenía una manga amplia, que permitía, como el resto de la prenda, la libertad de movimiento. “Ningún vestido puede ser bonito si es rígido. Por eso debe tener drapeados”, decía William Morris, uno de los máximos pensadores y artistas de la época, que tenía una preferencia especial por el siglo XIII. Los retratos de su esposa, Jane Morris, son un buen ejemplo ilustrativo. Y no solo en pintura: allá por 1865 el fotógrafo John R. Parsons la inmortalizó en el jardín de Rossetti llevando este tipo de vestidos más amplios (habituales en su día a día), unas instantáneas que pueden verse en el museo Victoria & Albert de Londres.
'The Day Dream', de Gabriel Rossetti, tiene a Jane Morris como protagonista. © Getty Images

Jane Morris, inmortalizada por el fotógrafo John R. Parsons. © Getty Images

La Edad Media fue, en líneas generales, uno de los principales puntos de partida para los prerrafaelitas. No buscaban una exhaustiva precisión histórica, sino más bien la inspiración adecuada para los vestidos, peinados y detalles decorativos de sus cuadros. Por este motivo, acabaron haciendo de las ediciones de Costume Historique (1829-1830), de Camille Bonnard, su libro de cabecera.
El gusto por lo medieval no solo quedaba patente en los temas de los cuadros o las líneas del diseño, también en la predilección que tenía la hermandad hacia el carácter artesanal. Y eso pasaba, por supuesto, también por los colores de los vestidos. En su tesis doctoral sobre el vestido prerrafaelita, la historiadora Marta Heinrich, de la Ryerson University, habla del rechazo de estos artistas por los tintes artificiales. Frente a los colores sintéticos como el malva que se patentó a mediados de siglo, ellos preferían los de la antigüedad, como los que se obtenían en la época medieval de determinadas plantas e insectos. “Ninguna armonía de color es de alto orden a menos que implique tintes indescriptibles”, dijo una vez John Ruskin, mecenas del movimiento y uno de los críticos de arte más importantes de la segunda mitad de s. XIX.
Autocromo de una mujer en vestido de estilo prerrafaelita (1909). © Getty Images

Como sucedía con Francisco de Zurbarán, los pintores prerrafaelitas mostraron una gran preocupación por los vestidos que iban a retratar en sus lienzos, que se compraban o se diseñaban y cosían para ser dibujados. La leyenda detrás de Ofelia no solamente radica en la neumonía que afectó a Lizzie Siddal por posar durante horas en una bañera con agua. También, a su manera, en el vestido, que fue comprado. Millais expresó así su hallazgo en una carta que escribió en marzo de 1852: “Hoy he comprado un vestido de mujer antiguo realmente espléndido, todo cubierto de flores en bordados plateados. Voy a pintarlo para Ofelia. Podrás imaginar lo bueno que es cuando te diga que me ha costado, viejo y sucio como está, cuatro libras”. La obsesión por las telas también se puede observar en la Monna Rosa (1867), Monna Vanna (1866) y Lucrezia Borgia (1861) de Rossetti, que comparten el mismo tejido bordado con motivos en dorado.

'Monna Vanna', de Dante Gabriel Rossetti. © Cordon Press
Las mujeres asociadas a la hermandad jugaron en los vestidos de las obras un papel importante: la propia madre de Millais diseñó y confeccionó varias de las creaciones que aparecieron en los cuadros de su hijo, y existe correspondencia entre Dante Gabriel Rossetti y Jane Morris al respecto del proceso creativo de algunos de los vestidos. Jane Morris hizo, por ejemplo, la prenda que llevó en El vestido de seda azul (1868): “Creo que las mangas deben ser tan amplias en la parte superior como sea coherente con la simplicidad del contorno, y tal vez gane al estar forrado con algo de tejido blando, aunque en esto tú sabrás más”, le comentó Rossetti en una misiva de ese mismo año.
La pintura también hizo hincapié en el bordado, una artesanía importante para los prerrafaelitas que a menudo corrió a cargo de la hábil mano de las mujeres. Tanto Millais como Rossetti representaron a sus respectivas Marianas (de la obra de Shakespeare, Medida por medida) con sendos vestidos azules y una labor de costura entre las manos. La de Rossetti estaba encarnada por Jane Morris, quien fue una afamada bordadora junto a William Morris: “Me enseñó los primeros principios de poner las puntadas juntas para cubrir la superficie de forma suave y extenderlos correctamente”, explicó en una nota para J.W Mackail, el primer biógrafo de su marido, describiéndole cómo William la introdujo en el arte del bordado poco después de casarse con ella. A ella se le sumarían en el bordado otras figuras como Aglaia Coronio o Phoebe Anne Traquair, la primera mujer en entrar en la Royal Scottish Academy.

Aglaia y el vestido estético

La hermandad se disolvería a los pocos años, pero sirvió de caldo de cultivo para una nueva forma de concebir el arte que tomaría varios de los preceptos de los prerrafaelitas. El movimiento Estético y las Arts & Crafts (con William Morris al frente) beberían de ese regreso a la artesanía, al medievalismo y a la búsqueda constante de la belleza. Pero sobre todo, de la unión de las disciplinas: se difuminaban las barreras entre las bellas artes y las decorativas, aquellas destinadas a elaborar objetos con un fin utilitario y ornamental.
Por este motivo, el vestido se entiende en este momento como otra disciplina artística posible de mejorar. En su tesis doctoral, Heinrich comenta que identificar influencias directas del vestido prerrafaelita en el amplio movimiento Estético resulta complicado. Sin embargo, existen reminiscencias como esa búsqueda de la simplicidad, con inspiraciones historicistas y cierta preferencia por los tintes naturales de aspecto “desgastado y antiguo” como los dorados o los marrones. En líneas formales, como el resto de artes del movimiento estético, suponía un pastiche de lo medieval, lo oriental y las influencias clásicas, con toques como los pliegues Watteau del s. XVIII, pero sin ser una réplica completa de modelos del pasado. Hacia la década de los 70 era muy común que el vestido estético incorporase arte Needlework, un tipo de bordado que rescató William Morris de siglos anteriores.
Sus propuestas reformistas en realidad calaron exclusivamente en un círculo muy íntimo vinculado a la élite artística: eran vestidos estéticos promovidos por artistas y llevados por las mujeres vinculadas al mismo. Gracias a su posición como un punto de encuentro para los pintores que se salían de la tónica academicista, la galería de arte Grosvenor Gallery de Londres se convirtió en una especie de sede donde se podían apreciar este tipo de vestidos. La propia mujer de su fundador, Alice Comyns-Carr, fue una diseñadora de vestuario asociada al movimiento estético cuyos vestidos (algunos) son conocidos. ¿El más célebre? El diseño que creó para Ellen Terry en el papel de Lady Macbeth (un retrato de John Singer Sargent que emula, por cierto, la madre de Mérida en Indomable, la película de Disney).
En este cuadro de Sargent, Ellen Terry aparece como 'Lady Macbeth' con un vestido de la figurinista Alice Comyns-Carr, asociada al Esteticismo. © Cordon Press
Las aspiraciones de desterrar el corsé también encontraron una voz en otra vertiente que abogaba por hacer hincapié no tanto en la estética, sino más bien en la salud. La apuesta por un vestido racional e ‘higiénico’ encontró adeptos como el artista John Leighton. En su célebre ensayo Madre Natura vs. The Moloch of Fashion hacía alusión a “las víctimas destrozadas por los aros y la crinolina”, con una crítica feroz a las consecuencias de esta moda. Desde su posición, algunos defensores de este vestido también aclamaban las referencias de los artistas. Fue el caso de la prolífica escritora Mary Eliza Haweis, de la Rational Dress Society, con los prerrafaelitas: “Es el momento de las chicas corrientes. Viste exclusivamente al estilo prerrafaelita y te sorprenderás de averiguar cómo has pasado de ser un patito feo a un cisne emplumado” escribióen El Arte de la Belleza (1878).
Al tener un público tan minoritario, se crearon medios de comunicación propios que intentaron servir de catalizador para los preceptos de cada movimiento. Si los prerrafaelitas habían creado The Germ, la Rational Dress Society lanzó siete años después de su fundación su propia revista, Rational Dress Society Gazette, donde llegó a escribir la mujer de Oscar Wilde, Constance Wilde. Pero si hubo una publicación relevante, quizá la más referenciada por expertos a la hora de hablar del vestido estético, esa fue Aglaia.
Nacida en julio de 1893 como el diario oficial de la Healthy and Artistic Union (la unión de ambas vertientes en un solo grupo), el nombre de la publicación deriva del nombre de una de las tres Gracias griegas, que representa la belleza y el esplendor. Solo duró un año (tres números), pero incluyó varias teorías y sentimientos acerca del vestido estético. “El objetivo principal de la publicación era promover la idea de que cultivar la belleza y el gusto en la apariencia de uno mismo era tan importante como mejorar los estándares de diseño en otros aspectos de las artes decorativas”, explicaba Kimberly Whal en Dressed As in a Painting, una lectura muy completa que se puede hacer al respecto. Además de teorías, Aglaia recogió varias ilustraciones de este tipo de prenda elaboradas por Walter Crane, otra de las figuras más relevantes asociadas al movimiento,
En la publicación, el ilustrador bocetó varios tipos de vestido estético en la misma línea de la pieza con la que se retrató la pintora prerrafaelita Marie Spartali Stillman en 1871. Concebidos para llevar sin corsé ni crinolina, sus dibujos eran de silueta fluida y hacían énfasis en el drapeado. Se ceñían debajo del pecho o a la cintura, con detalles (sobre todo en mangas) de apariencia medieval, renacentista o del revival clásico que resurgió a comienzos de 1800.
En este detalle del cuadro 'The Private View at the Royal Academy', de Powell Frith, se puede ver la diferencia entre el vestido estético (a ambos lados) y la moda mainstream victoriana (en medio). © Getty Images
Unos años antes que Crane, las publicaciones ya había mostrado un interés creciente por este vestido vinculado a los artistas. The Magazine of Artpublicó un artículo, Fitness and Fashion, que destacaba varios tipos de vestidos estéticos, como ‘el vestido griego’ o el ‘vestido artístico’. Aunque eran propuestas para ropa de calle, influyeron especialmente en el vestido de té, aquella pieza suelta y delicada que utilizaban las mujeres a finales de s. XIX en la intimidad del hogar dentro de la pauta que marcaba la etiqueta para este tipo de eventos. “El impacto del vestido estético en la cultura más amplia de la moda de finales de s. XIX ha sido históricamente infravalorada, o incluso ignorada [...] Podría haber jugado un papel fundamental en el proceso de significación de identidad tanto individual como colectiva de muchas mujeres artísticas”, comentaba Kimberly Whal en su obra.
En este punto coincide con Anita Rose y su libro Gender and Victorian Reform, donde comenta que “más allá de la propia ropa, el discurso del vestido estético debe considerarse parte de su contenido radical. No solo llevar vestido reforma, también en hablar y escribir sobre él, las mujeres de finales de s. XIX encontraron nuevos modos de liberación”. ¿Qué suponía llevar un vestido así en las últimas décadas de 1800? Por su influencia y parecido con los vestidos del té y la bata de casa, Rose compara el hecho de llevar vestido estético con ir con ropa interior en público: “Podría reflejar independencia femenina y significar un acto de desafío contra los códigos sociales. Convencionalmente, la media clase victoriana lo habría visto como una ofensiva [...] La silueta era ‘poco femenina’, en yuxtaposición al vestido de clase media, que exageraba la diferencia de género”.

Anna Muthesius y la ropa de artista

Unos años antes de prestar su hábil mano para Aglaia, el ilustrador Walter Crane ejerció como primer presidente de la Arts & Crafts Society, a la que después se le asociaría su máximo exponente, William Morris. De ese grupo surgieron varios preceptos que sentaron las bases del Arts & Crafts. En plena Revolución Industrial, el movimiento defendía un proceso de elaboración de objetos bonitos y a la vez bien hechos (con materiales de calidad) que pudieran usarse en el día a día, pero de una forma mucho más humanizada. Miraban al pasado no solo buscando referencias temáticas, también de producción: Morris no estaba en contra de las máquinas, pero abogaba por un regreso a un sistema de manufactura basado en talleres a pequeña escala, como los gremios medievales.
Sin bosquejar a Morris o al Art & Crafts resulta muy difícil elaborar un mapa del panorama artístico de finales de s. XIX y de su influencia en la moda. Su concepción del arte fue decisiva en toda la Europa continental, ya que sin ellos no puede entenderse el modernismo o Art Nouveau que se extendió de Francia a Bélgica o Alemania. La idea de eliminar las barreras de todas las disciplinas artísticas y decorativas fue también uno de sus mantras, de ahí que fuese tan importante el concepto de “obra de arte total”. Este precepto justificaría que algunos de los teóricos más representativos al respecto de la reforma del vestido fuesen figuras ajenas a la moda y más cercanas al diseño. Sobre todo, a la arquitectura.
En uno de sus artículos sobre la ropa de artista (creada por artistas) la profesora alemana de arte y diseño Christina Threuter habla del papel que jugó el diseñador y arquitecto belga Henry Van de Velde (1863-1957) en el vestido reforma, y su aproximación a la moda de una forma parecida a las artes aplicadas o la arquitectura: “Van de Velde describió la reforma de la ropa femenina como necesaria, no solo a causa de los ideales del movimiento de reforma, que no se olvidaban de los problemas de la vida cotidiana, sino también como réplica a la tiranía de la moda”, comentaba Threuter en su ensayo. El diseñador no solo estuvo en contra del carácter efímero de la moda, también de ese eclecticismo estilístico de finales de s. XIX. Abogaba por una decoración racionalista con una preferencia por el ornamento lineal y abstracto en todas las disciplinas, incluida la ropa, la “última conquista” de las artes aplicadas.
El vestido estético influyó en el vestido del té, como este con el que McNeill Whistler retrató a Frances Leyland. © Getty Images
En sus comienzos, Van de Velde estuvo muy influido por el Arts & Crafts, una toma de contacto en la que fue imprescindible, según Threuter, su mujer Maria Sèthe (1867-1942). Procedente de una acaudalada familia parisina, su estancia en Londres le permitió entrar en contacto con Morris y el movimiento, lo que le proporcionó a Van de Velde “una gran cantidad de información” como documentos teóricos o material ilustrativo. Junto a él, Sèthe fue una diseñadora de pleno derecho que colaboró con su marido en el diseño de objetos como por ejemplo, papel pintado, como recoge su correspondencia. Sèthe no solo fue diseñadora: también ejerció como escritora y crítica del vestido reforma. En 1900 escribió un cuaderno, Álbum de la Vestimenta de las Mujer Moderna Basado en Diseños de Artistas, acompañado de seis vestidos que se presentaron en una exposición en Krefeld (Alemania). En su reseña, Maria recogía la necesidad de reformar el vestido para “crear diseños de prendas más lógicos, saludables y, al mismo tiempo, más bonitos que aquellos que crea la moda”.
Además, Sèthe también ejerció como modelo para los vestidos reforma asociados a Van de Velde. En ese concepto de “obra de arte total”, las fotografías de Maria fueron como un editorial de moda en el que cada uno de sus elementos podía considerarse una expresión artística en sí misma: la de Sèthe posando (al igual que habían hecho las prerrafaelitas Jane Morris o Lizzie Siddal) con un vestido de artista que cumplía esos preceptos teóricos reformistas. En este caso, con una vuelta de tuerca: un escenario ‘artístico’ en el que cada uno de los elementos de la composición de la foto comparte esos mismos ideales creativos. Todo lo que alcanzaba el ojo, de la ropa a las estancias o los muebles en los que se apoyaba la mano de la modelo, son arte en estado puro. Porque el escenario en el que Sèthe aparece fotografiada es Villa Bloemenwerf, la casa de estilo Art Nouveau que se construyó Van de Velde en Uccle (Bélgica) en la misma línea que la Red House al estilo Arts & Crafts de William Morris en Londres.
Como sucedió con Aglaia o The Magazine of Art, varias publicaciones especializadas se hicieron eco de estos vestidos de artista, como Dekorative Kunst o Deutsche Kunst und Dekoration, donde también se publicaron algunas de las imágenes de Maria Sèthe y Van de Velde. Hacia 1900-1914 el vestido de inspiración prerrafaelita había protagonizado al menos tres portadas de Vogue (en 18971902 y 1905), y el vestido artístico estaba generando un gran grueso literario y ensayístico por parte de diseñadores como Alfred Mohrbutter, quien hablaba de la moda como “un tirano abominable”. Entre las corrientes dentro de la ropa de artista, recoge Jennifer Barrows en Alternative Narratives in the History of Design, no solamente destacan los trabajos más recargados de la diseñadora Else Oppler. También hubo una especie de tercer grupo que “objetaba de la moda [mainstream] por el control que ejercía sobre la mujer y la falta de individualidad”.
Barrows señala en su escrito que la diseñadora de moda alemana Anna Muthesius fue la primera portavoz de esta facción. Su ensayo de 1903, Das Eigenkleid der Frau (El propio vestido de la mujer) es uno de los textos más mencionados a la hora de hablar del vestido de artista. ¿El motivo? Para ella, el concepto de vestir debía expresar la individualidad personal de la mujer. Un punto en el que coincidía con Eliza Haweis: la escritora enumeró dos reglassobre cómo debía ser el vestido; por un lado, no debía “falsificar o contradecir la línea natural del cuerpo”, y por el otro, debía mostrar “hasta cierto punto la personalidad de quien lo llevase”.
Este énfasis en que el vestido debía adaptarse a las necesidades de su portadora hizo, según Barrows, que el escrito de Muthesius fuese a menudo leído como una declaración de la independencia femenina: “Estas ideas eran muy diferentes de las ideas detrás del vestido de artista basado en el Jugendstil [como se conocía el modernismo en Alemania], ya que a menudo se trataba de diseñadores masculinos creando para sus mujeres o clientes femeninas y se utilizaban para vincular a la mujer de forma visual al interior del hogar, más que expresar su propia identidad o enfatizar su figura única”, explica en su obra.

Emilie Flöge, la diseñadora de los vestidos de Klimt

El movimiento reforma cobró una especial importancia en Austria y la sociedad vienesa de finales de s. XIX. Los círculos artísticos proponían un cambio en el vestido que se encontraba en las antípodas de la figura encorsetada y anoréxica de la que había sido su reina, Sissi. Con Koloman Moser y el arquitecto Josef Hoffmann al frente, la Wiener Werkstätte, que aglutinaba a todos los artistas vieneses del momento, compartía los ideales del regreso a la artesanía del Arts & Crafts inglés.
De todos los artistas vinculados a esta asociación, en términos de moda Emilie Flöge (1854-1952) destacó por encima de las demás figuras. Se la conoce por ser compañera de vida de Gustav Klimt (y la protagonista femenina del cuadro El beso), pero su trayectoria fue mucho más allá. Schwestern Flöge, la casa de costura que tenía con sus hermanas en el piso superior del edificio Casa Piccolo en la calle Mariahilfer (Viena), sirvió a la Wiener Werkstätte para hacer realidad sus vestidos. También para el propio Klimt: de Emilie son los diseños de Adele Bloch-Bauer en La dama de oro o el vestido blanco con flores que lleva Mäda Primavesi en su retrato. Kate Buckley, del Arts Institute of Chicago, explicaba en un artículo sobre Flöge que estos vestidos reforma eran sueltos y ligeros, con volantes que enfatizaban el movimiento intrínseco de la prenda. Unas creaciones que se adherían al principio de la obra de arte total, de la cual la diseñadora era, según Buckley, “su viva imagen”. Porque aunque en su atelier la diseñadora elaborase vestidos menos avant-garde para poder sobrevivir, ella misma hizo del vestido reforma su uniforme, combinado con joyas creadas por Moser. Hasta su salón de costura de costura era el perfecto ambiente artístico, con un interiorismo ideado por miembros de la Wiener Werkstätte.
Los diseños reforma de Emilie Flöge han influido en colecciones de Valentino o Delpozo. (A la dcha, foto de Klimt en 'Deutsche Kunst und Dekoration'. © Getty Images
Y sí, al igual que Maria Sèthe, también ejerció como modelo para las fotografías de los vestidos reforma: posó para el objetivo de Madame d’Ora en 1910 y cuatro años antes para las fotografías de Gustav Klimt que publicó Deutsche Kunst und Dekoration. En ellas, se puede ver a la diseñadora en el lago Attersee luciendo varios vestidos que han inspirado a firmas como Valentino o Delpozo: “Fue una adelantada a su tiempo”, llegó a decir de ella Josep Font, que la mencionó como una de las referencias de la colección primavera verano 2016 de la marca.
Junto a la casa de costura de Flöge, la asociación de artistas también abrió su propio departamento de moda en 1911. Crearon vestidos ligeros y sueltos en los que primaban los motivos lineales y la sencillez de los textiles folclóricos tan del gusto de la asociación. Los atesoró la artista Mileva Roller y la mismísima Flöge los incorporó de su colección privada a sus vestidos.

Mariano Fortuny y el revival de lo clásico

Si a mediados de s. XIX imperó entre los artistas una obsesión por la Edad Media, a finales de s. XIX sería la cultura clásica, sobre todo la Antigua Grecia, la piedra angular de las diferentes disciplinas. Sobre el escenario, Isadora Duncan había revolucionado la danza envuelta en togas helenísticas y León Bakst se había inspirado en Grecia para tres de sus obras con los Ballets Rusos que triunfaron en París. Sobre el lienzo, los pintores William Godward, Albert Joseph Moore, Frederick Leighton o Lawrence-Alma Tademarecreaban escenas costumbristas de Grecia. Con influencia propia en la vestimenta: a Tadema se le conocía como el artista de “Victorians in togas”, y contribuyó a que se pusiesen de moda entre las norteamericanas unos vestidos que llevaban su nombre, las “togas Tadema”.
Detalles de 'The baths of Caracalla' (Alma-Tadema) y 'Reverie' (Godward). 
© CordonPress

Tadema no fue el único pintor que influyó en este revival (textil) por lo clásico. Un español compartiría parte de los principios del Arts & Crafts para aportar a la moda una de las piezas más icónicas, atemporales y enigmáticas: Mariano Fortuny (1878-1949). En la biografía (quizá más completa) que escribió sobre él Guillermo de Osma, el autor comenta que Fortuny “llegó a la misma conclusión que William Morris: no debe haber barreras entre Artes decorativas y Bellas Artes [...] A diferencia de Morris, [Walter] Crane o Van de Velde, Fortuny no se siente obligado a una búsqueda constante de formas y se dedica, fundamentalmente, a reinterpretar el pasado con una visión profundamente moderna de la función” explica. Además, hizo de las máquinas sus mejores aliadas, que creó y patentó como un hombre de ciencia. Al igual que los coetáneos que menciona Osma, el granadino también dominó varias disciplinas artísticas que fueron de la pintura o el teatro, pasando por la ropa. Porque Fortuny “fue un pintor que creó vestimentas, y no un modisto, como Worth, Poiret, Lucille o Coco Chanel” aclara el autor.

Las hijas adoptivas de Isadora Duncan llevando 'Delphos', de Mariano Fortuny.
© Cordon Press
Ajeno a las tendencias y los caprichos de la moda, Fortuny diseñó varios vestidos de inspiración historicista, como el Eleonora, de corte medieval. Como influencia de un viaje que hizo Fortuny a Grecia, en los primeros años de 1900 aparecieron en escena (y nunca mejor dicho) el velo Knossos y más tarde, la pieza que le daría la fama mundial: el vestido Delphos. Con una elaboración relativamente sencilla, destacaba por su sencilla silueta que utilizaba los hombros como principal punto de apoyo, como el chitón jónico, con cuentas de vidrio de Murano a modo de cierres para dar peso y movimiento a la tela. Elaborado en satén de seda plisado, lo patentó con una explicación muy escueta en junio de 1909 y lo registró en noviembre de ese mismo año en París. Tomaba su nombre del Auriga de Delfos, aunque aquellos infinitos pliegues imposibles de replicar a día de hoy pudieron inspirarse más bien en los que vestían las Korai, esculturas de la Grecia arcaica.
Además de sus vivos colores, una de las características que se suelen destacar del Delphos es precisamente la capacidad de sus pliegues para adaptarse y mostrar sensualmente el cuerpo de quien lo llevaba: lo demostró Lauren Bacall en los premios Oscar de 1979. Con referentes como la Venus de Milo, la figura femenina drapeada estaba considerada por los artistas como la antítesis de la moda encorsetada, por eso se convirtió en epicentro de las reformas del vestido. Con el Delphos, Fortuny fue, según Guillermo de Osma, el artista que más se acercó a ese ideal: “El vestido artístico, el vestido racional, el vestido funcional, el vestido medieval y el vestido utópico de los teóricos y artistas se hicieron realidad en manos de Fortuny. Fue él el que creó el vestido simple, natural - respetuoso con el cuerpo-, higiénico y bello [...] Consiguió tener éxito donde sus predecesores no lo habían logrado: en asegurar que ni el poderoso sistema de la moda ni la moral o las convenciones pudieran malograr ese nuevo estilo”.
Lauren Bacall acudió a los Oscar de 1979 llevando un Delphos de Fortuny.
© Getty Images

De Liberty a la Giudecca: la comercialización de los ideales

Las conferencias (en las que jugó un papel muy importante Oscar Wilde para los estetas) y las exhibiciones se convirtieron en dos de las mejores herramientas de los artistas para promulgar sus ideales de reforma del vestido. Incluso en las exposiciones relativas a la salud: en la Universal de 1884 el arquitecto E. Godwin llamaba a la unión de arte y salud: “la belleza sin salud es incompleta”, escribió en un artículo para la muestra.
Pero si hubo un canal que sirvió para llegar a un mayor público, ese fue el de la comercialización. William Morris ya lo había conseguido con la compañía que abrió junto a varios socios para vender productos como muebles, azulejos o vidrio soplado que seguían los preceptos del Arts & Crafts. Reestructurada, la marca Morris & Co hizo de su tienda de Oxford Street (Londres) todo un referente del panorama artístico y textil. El mismo ojo avezado tuvo el empresario Arthur Lasenby de los almacenes Liberty de Regent Street. Lo que surgió en 1875 como un local para importar y vender productos exóticos de China, India o Persia acabó por convertirse en una especie de buque insignia para los vestidos asociados a los movimientos artísticos.
De Liberty son algunos de los vestidos estéticos/reforma de la década de 1890 que pueden encontrarse en el museo Victoria & Albert de Londres. Inspirados, por ejemplo en el estilo prerrafaelita o en los bocetos del ilustrador Walter Crane para la revista Aglaia, incluyeron colores y motivos como el girasol o la granada, asociados al movimiento estético. En 1884 se hizo efectiva la apertura del departamento de moda de Liberty bajo la dirección del arquitecto Godwin, que contribuyó a que estos diseños a contracorriente de la moda se popularizasen. Además, también colaboraron estrechamente con esas exposiciones del vestido reforma.
Su sede en París favoreció que sus textiles se vendiesen fácilmente en Austria, Alemania y otros países de Europa. De Liberty eran, de hecho, algunos de los ricos tejidos que utilizaron Van de Velde (Bélgica) y Else Oppler (Alemania) para sus vestidos reforma, como el terciopelo o el satén. En Austria, no solo Emilie Flöge divulgó estos diseños. La apertura del departamento de moda de la Wiener Werkstätte en 1911 por otro arquitecto, Josef Hoffmann, contribuyó también a su comercialización.
Los artistas de s. XIX eran muy conscientes de que los vestidos sobre los que estaban teorizando y planteando reformas eran obras de arte que podían venderse. El polifacético Mariano Fortuny creó sus propias estrategias de marketing que pasaban, entre otros aspectos, por un packaging muy cuidado compuesto por una caja (diseñada por él) en cuyo interior se guardaba con papel de seda el vestido Delphos enrollado en sí mismo, como un ovillo.
En un artículo sobre la colección de Fortuny que posee el Museo del Traje de Madrid, la historiadora María del Mar Nicolás explica que en un principio, los vestidos se vendían directamente en el palacio veneciano de Orfei, donde vivían Mariano y su mujer Henriette. Sin embargo, a partir de la inauguración en 1920 de su primera tienda en París, se podían adquirir también “en selectos establecimientos abiertos en régimen de franquicia en las más importantes ciudades europeas y norteamericanas”.
Para la producción de sus textiles, Fortuny creó junto a su madre la sociedad Mariano Fortuny, que pasaría a llamarse Società Anonima Fortuny en 1919. Con sede en la isla veneciana de la Giudecca, la fábrica se dedicó a la producción mecanizada de los algodones estampados, utilizados sobre todo en interiorismo. Las sedas y terciopelos se elaboraban de manera artesanal en el palacio de Orfei por la hábil mano de la pareja. Tras la muerte de Mariano en 1949, Henriette se hizo cargo de la marca hasta su fallecimiento, en 1965.

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