Pedro Bravo
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“¿Existe el derecho a la quietud?”. El otro día, en un debate en Barcelona entre la filósofa Marina Garcés y el geógrafo Oriol Nel·lo, el moderador, Albert Arias, lanzó esta pregunta justo en el momento en el que se estaba tratando sobre el turismo de masas y sus posibles beneficios. La cosa, en realidad, venía de antes. Previamente, en ese mismo evento llamado ¿Qué turismo queremos? y organizado por la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), habíamos hablado el también geógrafo José Antonio Donaire y yo, moderados por Julie Wilson, y había salido de paseo el concepto del derecho al turismo. En esta sociedad que se mueve sin freno porque así lo exigen las cuentas de resultados, los términos se descolocan y a veces nos confunden. Por eso la cuestión de Albert era y es tan certera y necesaria, y por eso, porque consiguió romper no sólo el ritmo del debate sino casi el de la vida misma, se quedó a medio responder.
No es casualidad que fuera él quien lanzase un planteamiento así. Arias ha dirigido la elaboración del Plan estratégico de turismo 2020 de Barcelona, cuyos resultados están por ver pero que es innovador desde sus objetivos, que no tratan de pavimentar el crecimiento del sector sino de someterlo a las prioridades del bien común. Y aunque ahora se dedica a otros menesteres, es una de las personas que más clarividencia aporta a este tema. Esto que viene a continuación son palabras suyas recogidas en mi libro —y perdón por la autopromoción—, Exceso de equipaje: “El turismo ha pasado a ser inherente a la condición urbana (…). Hemos creado unas condiciones perfectas para que la máquina esté siempre engrasada: tenemos aeropuertos sobredimensionados, una enorme infraestructura de alojamientos y una forma de vida de clase media que va de moverse (…). No se trata de gestionar el número de turistas sino de gestionar los efectos que provocan las actividades turísticas para lograr una ciudad más justa”.
Por mucho que insista la Organización Mundial de Turismo (OMT), el turismo no es un derecho. Sí lo es el derecho a las vacaciones, una conquista social que se llevó a la práctica por primera vez en Francia en 1936, como lo son el derecho a la vivienda, los derechos humanos y los laborales y lo pueden ser, que están en constante discusión, los derechos de la Tierra y el derecho a la ciudad. En cualquier caso, si efectivamente existiera ese derecho a moverse haciendo turismo, debería acabar donde empiezan otros. Pero ése no es exactamente el tema de este texto. Aquí se trata de responder a lo que planteaba Albert Arias: ¿Tenemos derecho a no movernos? ¿Podemos elegir no estar consumiendo constantemente experiencias? ¿Hay opción a la quietud?
Lugar de consumo, consumo de lugar
La cuestión va mucho más allá de la cosa turística y se traslada a cualquier asunto de lo urbano. Si, como señala Albert, la actividad turística ya no se puede separar de la vida en la ciudad, ni una ni otra se pueden entender sin el modelo económico que las azuza. La ciudad es ahora mismo “un lugar de consumo y un consumo de lugar”. Mucho más que cuando la definió así Henri Lefebvre en 1967, muchísimo más.
Plazas en las que para sentarse hay que pedir una bebida, avenidas cuyas aceras se amplían para convertirse en autopistas peatonales que conducen más gente más rápido a más tiendas, más restaurantes y más espectáculos, parques en los que las actividades están definidas por carteles y delimitadas por vallas, retretes que sólo te dejan hacer a cambio de unas monedas… Para ser en la ciudad, hay que consumir. Ya casi no se puede simplemente estar. Pero no es sólo un problema urbanístico.
Normalmente estamos llenos de planes que nosotros mismos tendemos a llamar compromisos, actividades extraescolares, teatros, cines, series, conciertos, comidas, cenas, brunchs, cursos, masters, charlas; nuestra vida es una actividad constante —una actividad económica constante— porque tiene que ser así, no porque queramos que sea así. Y la Navidad es el mejor espejo para verlo.
Ni siquiera en los momentos de descanso podemos pausar la glotonería consumista. A través de nuestros aparatos contamos todo ese movimiento que hacemos a diario y conseguimos reproducirlo, multiplicarlo. Vemos lo que hacen los demás y queremos hacerlo nosotros, y viceversa. Cada día perdemos poder adquisitivo, pero no nos importa porque podemos acumular ese capital social que nos dan las redes, lograr el prestigio del que no para. Nuestra dichosa marca personal está misteriosamente siempre fuera de nuestra maldita zona de confort. Y, así, tenemos que conocer todo para opinar de todo, debemos hacer de todo para contarlo todo. Como apunta Santiago Lorenzo en Los asquerosos, el verbo que tenemos siempre en la boca o en el teclado los mochufas de ciudad es “disfrutar”. (Por cierto, que da también para pensar nuestra forma de deglutir y apropiarnos de los antihéroes de la retirada como este Manuel de la novela de Lorenzo o el masticadísimo Thoreau sin darnos cuenta de que lo que enseñan con su comportamiento son nuestras vergüenzas).
Velocidad y desecho
Contaba muy bien Marina Garcés en el debate que da origen a estas líneas cómo hemos resignificado casi todo para convertirlo en un producto: ya no vamos un día al campo, hacemos turismo rural; no quedamos a tomar algo después del trabajo, practicamos el after work. Y seguía explicando cómo esta forma de llevarlo todo al consumo no es inofensiva ni en lo semántico, porque esta palabra lleva implícitas otras dos: velocidad y desecho.
Es cierto que las ciudades se han ido haciendo en buena parte por el impulso comercial del ser humano, como también es cierto que somos una especie curiosa, comunicativa, social y exploradora. Pero tiene toda la pinta de que se nos ha ido todo ello de madre. Ojo a lo que plantea el intelectual del momento: “El consumismo nos dice que para ser felices hemos de consumir tantos productos y servicios como sea posible”. Yuval Noah Harari explica en Sapiens cómo el turismo, la motivación por el viaje, no responde ahora mismo tanto a un deseo independiente como a la creencia en los mitos o ficciones del consumismo romántico. Y lo mismo se puede aplicar a la vida urbana y a la vida misma, como hemos visto. El mismo autor, en su siguiente libro, Homo deus, da algo así como la receta para aliviarnos: “Para conseguir la felicidad real, los humanos necesitan desacelerar la búsqueda de sensaciones placenteras, no acelerarla”. Para ser, necesitamos más espacios para estar y nada más. Dejar de hacer cosas, dejar de movernos, dejar de hablar.
Podemos ver la paradoja de que diga esto el pensador más consumible, ignorarlo y seguir tragando o podemos pararnos a pensar, a pesar de todo. Por cierto, si parar es estar quieto, ¿moverse es estar inquieto? Quizá no sea posible la desaceleración colectiva, pero siempre nos queda ejercer la individual. Quizás la única y verdadera revolución personal pase por moverse menos. Quizás debamos a empezar a hacer valer nuestro derecho a la quietud.
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