GUILLERMO ALTARES
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Librarse de un dictador en vida no resulta una operación sencilla, aunque tampoco es nada fácil gestionar su muerte. Las dictaduras infligen profundas heridas morales a las sociedades que han tenido que padecerlas, pero también dejan atrás numerosas huellas físicas: monumentos, tumbas, estatuas, hasta barrios enteros, pero también un cuerpo presente... El próximo traslado de los restos de Franco del Valle de los Caídos, el faraónico monumento que mandó construir en el norte de Madrid, puede representar el final de una historia que comenzó hace más de cuatro décadas. A lo largo del siglo XX, muchos países han tenido que enfrentarse a problemas similares, porque los restos de los dictadores han sido venerados, momificados, destruidos, escondidos, robados... y siempre han planteado profundos dilemas.
Sin embargo, el caso español es único, como explica Rosana Alija, profesora de Derecho internacional público de la Universidad de Barcelona y experta en la lucha contra la impunidad: "La tumba de Franco representan una anomalía. Si bien en sí mismo un monumento como el Valle de los Caídos no es extraño en Europa, sí lo es el haber extendido esa memoria a los muertos en la lucha contra Franco para justificar el traslado de cientos de cuerpos de republicanos sin recabar la autorización de sus familias, en un acto de presunta reconciliación que, sin embargo, iba acompañado de una política represiva y humillante".
La profesora Alija participó en un libro coral que trata de desentrañar la diferente suerte que han sufrido los cuerpos de los tiranos a lo largo de la historia, desde Pinochet hasta Gadafi, Hitler o Mussolini. Se trata de La muerte del verdugo: Reflexiones interdisciplinarias sobre el cadáver de los criminales de masa (Miño y Dávila, 2016). "La vida política post mortem de dictadores o criminales de masas es una realidad en todo el mundo y en todos los tiempos", explica la coordinadora del ensayo, la profesora de la Universidad de Ginebra Sévane Garibian. "La pregunta de qué hacer con estos embarazosos cadáveres y cómo enfrentarnos a su legado plantea grandes desafíos por sus efectos sobre la sociedad civil, incluso mucho después de la muerte y también por las necesidades de justicia y reparación. En Europa los ejemplos de este tipo son numerosos".
Los problemas que plantean los cuerpos de los dictadores son siempre los mismos y, a la vez, cada ejemplo es diferente. El historiador Julián Casanova, experto en la Guerra Civil y en la represión franquista, sostiene que un factor concreto cambia totalmente el trato que reciben los tiranos difuntos: "La gran diferencia es si el dictador muere en la cama o si es juzgado, condenado o asesinado". En algunos casos se trata de evitar que sus tumbas se conviertan en un lugar de culto, en otros el deseo es el contrario: el objetivo es convertirlas en la base sobre la que se sostiene el futuro del país.
La URSS desapareció hace casi 20 años, pero nadie ha querido tocar la momia de Lenin en la Plaza Roja y, aunque el cuerpo de Stalin fue trasladado de ese mausoleo en 1961, sigue enterrado al pie de las murallas del Kremlin, junto a otros héroes de la Revolución Rusa. La nostalgia hacia algunas dictaduras ha prendido en otros países en forma de procesiones funerarias: la tumba del dictador rumano Nicolae Ceaucescu, fusilado en la Navidad de 1989, recibe muchas visitas, al igual que la del almirante húngaro Miklós Horthy, furibundo antisemita (aunque fue depuesto por Hitler en 1944). Falleció en Estoril en 1957, pero su cadáver fue trasladado a Hungría en 1993.
Los cadáveres de los dictadores fascistas que perdieron la Segunda Guerra Mundial, Adolf Hitler y Benito Mussolini, sufrieron avatares muy diferentes, pero tienen un punto en común: la voluntad de hacer desaparecer con sus cuerpos el mal y el terror que entrañaban, y, a la vez, también tratar de anular el carisma que habían logrado concentrar en vida. "No solo fueron villanos y asesinos de masas, sino que también fueron personas veneradas en vida, en algunos casos tremendamente populares", explica Casanova.
Mussolini trató de huir en 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial, con su amante, Clara Petacci, pero fueron atrapados, fusilados y sus cuerpos exhibidos, colgados de los pies, en Milán. Fue enterrado en una tumba anónima, por temor a que se convirtiese en un santuario de culto fascista, pero posteriormente el cadáver fue robado por sus partidarios, finalmente recuperado y enterrado en su pueblo, Predappio. Su tumba se ha transformado en un centro de peregrinación de nostálgicos del fascismo, algo que resulta especialmente preocupante en la Italia actual en la que prende la xenofobia.
Hitler se suicidó en su búnker el 30 de abril de 1945, dos días después del fusilamiento de su amigo el Duce. Sus restos fueron quemados junto a los de Eva Braun. Encontrarlos se convirtió en una obsesión para Stalin, algo que no ocurrió hasta el 4 de mayo. Pero, como cuenta Antony Beevor en Berlín. La caída: 1945(Crítica), el dictador ruso prohibió que se hiciese público el hallazgo. "La estrategia de Stalin consistía en asociar a Occidente con el nazismo insinuando que los británicos o los estadounidenses escondían al dirigente nazi", escribe el historiador británico. Naturalmente, la posibilidad de que Hitler tuviese una tumba se descartó.
Lo que ocurrió con los pocos restos del cuerpo que se salvaron de la quema, sobre todo una mandíbula, nunca se ha aclarado del todo porque fueron engullidos por el sistema soviético. En mayo de este mismo año, un grupo de expertos franceses, dirigidos por el antropólogo forense Philippe Charlier, publicó un informe 'The remains of Adolf Hitler: A biomedical analysis and definitive identification' (Los restos de Adolf Hitler: un análisis biomédico y su identificación definitiva'), que confirmaba que una mandíbula conservada en los archivos del FSB pertenecía efectivamente al tirano nazi.
MONUMENTOS A LA MUERTE
G. A.
Las dictaduras no solo dejan monumentos funerarios gigantescos, sino que tratan de construir las ciudades a su medida. A veces llega a olvidarse el origen de aquellos funestos edificios o se integran como un mamotreto kitsch al que acabamos acostumbrándonos o, incluso, terminan por ser bonitos, como el barrio Eur, construido durante el fascismo en Roma. En otros lugares es imposible separarlos del dolor que emanaba de ellos, como en el caso del centro de Bucarest, destruido por Ceaucescu para construir su Casa del Pueblo, el mayor edificio público después del Pentágono, una obra que arruinó el país. La visión del Palacio de la Cultura (dos nombres clásicos del socialismo real), que Stalin ordenó construir en Varsovia a imagen de los rascacielos moscovitas, recuerda todavía los años de la opresión comunista.
"Los símbolos son más relevantes de lo que muchas personas puedan pensar, sobre todo si suponen un recuerdo de la represión", explica la profesora Rosana Alija. "Pongámonos en el lugar de las víctimas, de alguien que ha sido torturado, o que sea familiar de alguien que ha sido ejecutado: que después de haber pasado por algo así, salga a la calle y se encuentre monumentos que ensalzan a los responsables de su sufrimiento es un obstáculo para la recuperación y la rehabilitación de esa persona. De ahí que las transiciones deban plantear qué hacer con la simbología y la monumentalidad del régimen anterior".
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