JUAN JOSÉ MILLÁS
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El médico y las monjitas cogieron al recién nacido y lo llevaron al quirófano de al lado, donde le cortaron los dos brazos. Luego dijeron a la doliente madre que el niño había nacido así, al tiempo de mostrarle un catálogo de prótesis de titanio muy baratas. Entre tanto, los miembros amputados viajaban dentro de una nevera portátil hacia otro quirófano donde un matrimonio de millonarios acababa de tener un hijo sin brazos. Tras recibir el cheque, un equipo de expertos implantó las extremidades arrebatadas al niño pobre en el cuerpo del niño rico, donde, gracias a los análisis previos, encajaron a la perfección.
Esta noticia es falsa, al menos de momento, y porque la cirugía no ha alcanzado aún un grado de perfección tal que permita extraer un ojo de la cara a un bebé proletario para cedérselo a otro con posibles. De ahí que los médicos malos y las monjitas perversas hayan venido arrebatando a las mamás con dificultades económicas el niño entero: una amputación que no deja rastros aparentes. Su bebé ha muerto, le decían a la pobre mujer, mientras el fruto de sus entrañas viajaba a la habitación de al lado, donde era adquirido por una señora adinerada que había simulado un embarazo con cojines de plumas y náuseas artificiales.
Amputación e implante. Pura magia. Nada por aquí, nada por allá. En la habitación 665 se lloraba por el bebé falsamente muerto mientras que en la 666 se abría una botella de champán por el alumbramiento apócrifo. Cuando la desconsolada madre solicitaba ver el cuerpo de su hijo, sacaban un cadáver auténtico del congelador, le daban seguramente un toque de microondas, y se lo mostraban desde los pies de la cama. Todo desde esa normalidad atroz con la que discurren las horas y los días.
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