xoves, 22 de febreiro de 2018

Yo sí pido perdón


A Diego Reverte Cejudo, médico y republicano ejemplar. DEP

Pedro Luis Angosto
http://www.nuevatribuna.es/

Dice Marta Sánchez -residente en Miami por amor a España y exigencias del guión- que ama a España, su rojo y amarillo y su Dios. Yo también amo a España, a Giner de los Ríos, a Machado, a Unamuno, a Ferrer i Guardia, a Maragall, a Miguel Hernández, a Dolores Ibárruri, a Castelao, a Luis Cernuda, a Pi y Margall, a Urgoiti, a Demófilo, a Nicolás Salmerón, a Manuel Azaña, a Gil de Biedma, a Joan Margarit, a José Ángel Valente, a Miguel Veyrat, a José Luis Sampedro, a Andrés Rábago, a Luis Martín Santos, a Julián Grimau, a Joan Manuel Serrat, a Pablo Guerrero, a Lluis Llach, a Raimon, a Carlos Cano, a Miguel de Molina, a Pablo Picasso, a Benjamín Palencia, a Fito Cabrales, a Rosendo Mercado y tantísimos otros que me han ayudado a vivir en un país castigado por la corrupción, la incompetencia, los curas, los golpistas, los logreros, los artistas mediocres y los torturadores. Me entusiasma su variedad de paisajes, las montañas abruptas e indomables de Asturias, el abigarramiento verde del País Vasco, las montañas de Montserrat, el páramo castellano, las huertas pisoteadas de Valencia y mi tierra murciana, los encinares de Extremadura, las sierras de Segura, Cazorla y las Villas, Grazalema, la Sierra de las Nieves, Gredos y el rincón carabaqueño que me vio nacer hace ya unas décadas, bello, entre montañas y huertas, maltrado por el descontrol urbanístico, como Alacant, la ciudad donde vivo y donde casi todos parecen de paso. 
Pero si amo algo de mi país, es la capacidad de sus habitantes para vivir en la adversidad, en condiciones que ningún otro europeo habría aguantado más de una generación. Aquí, donde la aristocracia y la alta burguesía parasitas, que nos ha maltratado desde el tiempo de los íberos, una aristocracia incapaz siquiera de construirse palacios de envergadura y mantenerlos pese a robar y esclavizar secularmente a campesinos, artesanos y pensadores, de coleccionar arte como hicieron sus homónimos de Italia, Holanda o Francia, de admirar la gastronomía y elaborarla, de encabezar reformas para mejorar la vida del pueblo, de urbanizar ciudades, todo lo ha hecho el pueblo. Él  construyó las catedrales y las iglesias magníficas que llenan el país de arte y que maneja y explota una organización privada que no paga impuestos y recibe miles de millones de los impuestos de los demás distribuidos por un Gobierno que no quiere a sus ciudadanos; él ha aguantado y financiado con su sudor y su sacrificio las crisis periódicas que otros provocaron sin su participación; él ha trabajado los campos, los embalses, las desaladoras y los bosques, ha construido las industrias y los hoteles en los que hoy se le trata como a la peor de las bestias gracias a unas reformas laborales que permiten contratar por horas, días, semanas, que posibilitan convertir los salarios en limosnas y dejar sin recursos a la Seguridad Social para dar entrada a los bancos en el sistema de pensiones, para aquel que pueda pagárselo y todavía tenga confianza en ellos, rescatados de la ruina también con su dinero. Él, el pueblo soberano que no manda en nada y lo paga todo, mantiene a una cuadrilla de políticos, financieros y empresarios que trabajan para sí mismos, que desprecian el interés general, que están convirtiendo lo que fue un país democrático, en un régimen autoritario donde, salvo para una minoría, cada vez es más difícil vivir, respirar, escribir, cantar, porque sus enemigos, los enemigos del pueblo, han utilizado el Parlamento para hacer una ley mordaza, para tipificar el delito de odio, un cajón de sastre donde se puede meter cualquier cosa que no guste al poder: Es odio ironizar sobre temas religiosos, no es odio permitir que cientos de miles de jóvenes trabajen gratis o por cuatro duros durante años mediante contratos en prácticas, becas y otros artificios legales que nos devuelven a lo peor de la historia del hombre: La era de la explotación legal.
Sí, amo a mi país, porque es bello, porque ha sufrido tanto que hay razones suficientes para que aquí no quedase ni Dios, para que aquí sólo viviesen los ricos, los logreros y las ratas -con su pan se la coman-, pero no, resistimos, aferrados a la esperanza, a la llegada de Godot, esperamos que venga el día de la resurrección, ese día en el que ya no sea menester hablar de Rajoy, ni de Rivera, ni de Bárcenas, ni de Anna Gabriel, ni de Puigdemont, ni de Esperanza Aguirre, ni siquiera del Barça o el Real Madrid, al lado de un buen vaso de vino, una tortilla de patatas y unos amigos, en un bar de mala muerte, limpio, alegre, alejados de la impostura, del tedio y del castigo que para la inmensa mayoría supone estar gobernados por personas anéticas sin la más mínima preparación para hacerlo, por personas que aman banderas, que cantan himnos, que se emocionan ante un desfile armado, que rezan dándose golpes de pecho, que adoran las procesiones con santos ensangrentados, que admiran a Marta Sánchez, a Peret, a Manolo Escobar, a Bisbal a Jiménez Losantos, a Alberto Casado, a Julio Iglesias, patriotas de verdad, de toda la vida, por siempre jamás, a tipos que han hecho de la política una profesión para enriquecerse y dejar la cama bien hecha a sus vástagos a costa del sufrimiento y la necesidad de millones de personas. 
Y yo sí, querida Marta, yo sí pido perdón. Pido perdón a mis hijos y a los hijos de tantos otros que han hecho todo lo posible para prepararse y poder tener un trabajo que les permita vivir; pido perdón a todos mis paisanos honrados y explotados por no haber hecho lo posible para que esto no hubiese ocurrido nunca; pido perdón a los mayores que tanto trabajaron por nosotros, que cargaron el mayor peso de la crisis en su jubilación y sobre cuyas pensiones planean los buitres más carroñeros; pido perdón a los enfermos y necesitados por haber permitido que gentes sin escrúpulos consientan que los más ricos cada vez ganen más y paguen menos impuestos mientras la pobreza se extiende y se hace cada vez más difícil asistir a quien lo necesita. Pido perdón, en fin, a todos los que sufren mientras una minoría desvalija el país. Lo siento y clamo para que entre todos pongamos fin a este horripilante panorama que nos regalan quienes no aman a su país sino sólo a su bandera y su himno, como si fuesen los símbolos de una casta.

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