Víctor Sampedro
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La gente no demanda realities. Nos han convencido de que los pide muchísima gente porque gustan. Es un disparate y un insulto. Refleja el profundo desprecio que nos tienen los programadores. ¿Dar margaritas a los cerdos?, preguntan. Y responden: las despreciarían. Nos llaman gorrinos. Lo cierto es que nos ofrecen los programas que más dinero dejan. Los realities no son nuestra primera elección. Nos entretienen lo justo para sintonizarlos. Pero les salen muy rentables a quienes se atreven a dictar nuestros gustos.
La telerrealidad ocupaba en 2016 casi una cuarta parte de la programación conjunta de las cadenas españolas. Pero las encuestas ofrecen resultados contundentes y unánimes. Cuando preguntan qué preferimos, elegimos antes las series españolas. Pero claro, en comparación, cuestan mucho más. La telerrealidad desplaza la ficción de calidad no por decisión del público, sino porque resulta más barata y rentable. Asegura grandes réditos e invade las parrillas de televisión.
Mikel Lejarza, el hombre que trajo el formato de Gran Hermano a España.
«En general —explicaba un productor—, el reality show en España es interesante para las cadenas porque la inversión que requiere es menor que la de la ficción y da buenos resultados de audiencia”. Por tanto, es un producto barato con “buenos resultados de audiencia”. No los mejores. Lo reconocía Mikel Lejarza, director General de Tele5, cuando lanzó Gran Hermano: “nuestro objetivo no es luchar por el primer puesto de audiencia, sino ser los líderes de la rentabilidad económica”.
Las cuentas de la telerrealidad son claras: los espectadores no son la mayoría. Pero se pueden rentabilizar mucho, dándoles lo mínimo y sacándoles todo lo habido y por haber. Todo lo que se dejen. Por eso tienen que inventarse nuestras preferencias. Nos dan forma como protagonistas y como audiencia. Nos moldean para lucrarse. El timo está tan bien montado que cuela.
Trump (al que le dedicaremos muchas entradas de este blog) siguió la misma estrategia para ganar las elecciones estadounidenses en 2016. No se dirigió a toda la población, ni buscaba grandes mayorías. Sabía a quién tenía que dirigirse. Invirtió menos dinero que Hillary Clinton, pero dedicándolo a afianzar a sus potenciales votantes. Utilizó constantes apariciones en televisión y las redes para rentabilizar su inversión al máximo gracias al preciso perfilado de los usuarios que el Big Data le permitía.
Después de Gran Hermano, RTVE ofreció Operación Triunfo. La calificaron de “telerrealidad blanca”. Con un tufillo racista prestigiaban un nuevo formato. La telerrealidad blanca se oponía a la negra: más sucia. No encerraba a jóvenes vulgares haciendo el vago. Les elegía por su talento. Internados en la “Academia”, perfeccionaban su talento y se convertían en estrellas pop. Eran los cantos de sirena de la industria discográfica que copiaba el modelo de negocio de Gran Hermano. E intentaba disimularlo.
Operación Triunfo no resultaba burdo a primera vista, pero el negocio sí lo era. Buscaban, según los productores, “caras nuevas, gentes sin un pasado ligado a compañías discográficas”. Querían “crear cuatro o cinco estrellas sólidas” y hacerles “buenos contratos”… para la empresa, obviamente. Se presentaban en plan generoso: “los jóvenes artistas también sacan tajada: obtienen un 8% de royalties (derechos de autor)”. El porcentaje estaba calculado para 5.000 CDs. Por supuesto no aumentó cuando lograron ventas millonarias. El expolio, no acabó ahí.
Los dueños de la primera OT presumían de magnánimos: “al concursante no lo ponemos en la calle porque sí. No, porque vendrá un representante desalmado que se llevará el 90% de lo que gane y cuando lo haya dejado exprimido lo dejará tirado”. Los productores exprimieron a los triunfitos y dejaron tirados a muchos “perdedores”. Se quedaron el 92% de las ganancias. Y del 8% restante de los royalties, a cada concursante apenas le correspondió el 0,5%. Un 7,5% menos de lo que prometían darles. Considerando las ventas que alcanzaron los CD (20 discos de platino y dos de oro) el porcentaje supuso una millonada para las empresas.
El poder de la industria que se erige detrás de Operación Triunfoqueda demostrado en un hecho concreto. El periodista Wayne Jamison escribió un libro titulado OT. La cara oculta donde sacaba a relucir los entresijos del reality, y las condiciones de explotación laboral y maltrato a la que se ven sometidos lxs concursantes de este programa. Resulta que el libro fue secuestrado judicialmente antes de su publicación. El primer libro que sufre este tipo de censura desde la vuelta de la democracia. Conviene recordarlo ahora, cuando vivimos momentos de recortes y ataques constantes a la libertad de expresión. Precisamente esta semana ha saltado la noticia del secuestro de Fariña, un libro sobre el narcotráfico en Galicia, del periodista Nacho Carretero.
El padre de la producción industrial en cadena, Frederik Taylor, afirmaba: “hoy día, una de las primeras exigencias para un trabajador es que sea tan estúpido y apático que, por su mentalidad, parezca un buey. El obrero más adecuado es aquel incapaz de comprender el método científico de trabajar. Es tan estúpido que, para él, la palabra porcentaje no tiene significado. En consecuencia, debe ser formado por un hombre más inteligente”. Operación Triunfo, ¿una academia? Más bien: un centro de instrucción de terneros, diría Taylor. Sin idea de lo que es un royalty, ni nadie que se lo explicase. Los productores eran obligatoriamente únicos y exclusivos representantes legales.
OT daba formación profesional a becarios-precarios de un entramado de empresas que les explotaban. ¡Todas a una! Para lanzar el programa se compincharon la radiotelevisión pública (que la emitía), el mayor grupo multimedia (PRISA), propietario de El País y de la SER – 40 Principales: el periódico y la cadena radiofónica con más audiencia. Se les unió la mayor compañía de telecomunicaciones (Telefónica), que se lanzaba al negocio digital entonces. Y la mayor gran superficie (El Corte Inglés), que vendía en exclusiva los CD. Sacaban un disco distinto cada semana, así que los manteros no fueron competencia. No les daba tiempo a copiarlos y sacarlos a la calle. Aplicaban un sistema antipiratería infalible.
Los 40 Principales colocaron los CD de Operación Triunfo en los top venta, que es una lista creada a golpe de talón. La discográfica pagó a la emisora para que los situase en los primeros puestos. Así se amañó la “popularidad” del producto musical. Ajustándolo a los intereses de las corporaciones más poderosas en los sectores de la industria musical, prensa, radio, telecomunicaciones y comercio. Contando, incluso, con el mercado pirata del top manta. Aprovechaba a los migrantes indocumentados como propagandistas. Cuando vendían las copias, el nuevo CD estaba a la venta en El Corte Inglés. Una vez adulterada la mercancía, “popularizaron” el programa de televisión.
La audiencia de la final de la primera temporada de Operación Triunfofue celebrada con una mentira. El País publicó que había sido el programa más visto en toda la historia de la televisión española. De hecho, obtuvo 7 puntos menos que el primer debate televisado entre candidatos a Presidentes de gobierno, que se celebró en 1993. El cara a cara entre Felipe González y un José María Aznar apenas conocido alcanzó el 75% de la cuota de pantalla: se vio en casi ocho de cada diez televisiones encendidas.
La evidencia resulta incontestable. Avala la dignidad y la solvencia del público; incluso cuando se mide como mera audiencia. Como dijimos, los debates entre quienes optaban a ser Presidentes de gobierno desaparecieron entre 1993 y 2008. No fue por desinterés ciudadano sino por incompetencia de políticos y periodistas. Los primeros no controlaban el formato y no querían arriesgarse. En el gobierno y con las encuestas a favor, rechazaban debatir. No tenían nada que ganar. En la oposición, se peleaban por ser uno, dos, tres o cuatro… contra el gobierno. Querían la exclusividad y, al final, se rajaban. Así durante década y media: en plan matón.
La reciente propuesta de reforma de la ley electoral de Unidos Podemos obligaría a celebrar, al menos, dos debates de los cuales uno tendría que darse en la televisión pública. La ausencia de debates también se debió a la falta de independencia de las televisiones. Las privadas, con licencias de emisión concedidas a dedo, estaban tan controladas que ninguna tenía credibilidad para obligar a los políticos a acudir a un debate. TVE, manejada por el gobierno de turno, ha sido acusada por su propio Consejo de Informativos y sus trabajadores de manipulación y censura, lo que tampoco inspira demasiada confianza de cara a acoger un debate entre candidatos a la presidencia.
Faltan políticos preparados, profesionales y medios independientes. Y, aún así, dicen que la información política no interesa. Mienten y ocultan la razón que les mueve: un buen reportaje de investigación cuesta lo mismo que la temporada completa de algunos realities.
¿Quién iba a decir que preferimos los programas políticos a la telerrealidad? Las cuotas de audiencia lo confirman, cuando el formato es innovador. En 2016 Jordi Évole entrevistó al candidato socialista a la Presidencia, Pedro Sánchez, después de que la cúpula del PSOE le cesase. Salvados logró el 20% de pantallas, frente al 17% de OT: El Reencuentro. Y eso que las estrellas de la primera edición se reunían por primera vez después de 15 años. Trinando juntos atrajeron un millón menos de espectadores que un político contándole a Évole que su partido lo había descabezado. Y, por cierto, que prepararon la guillotina bastantes empresas de las que lanzaron OT .
El programa de reencuentro de los ‘triunfitos’ de la primera edición, junto a la gala eurovisiva, sirvieron de testeo con vistas a la reedición del reality en 2017. El éxito de ambos programas fue más bien moderado. Son recordados por dos ‘animaladas’ que fueron la comidilla de las redes sociales. La cobra de David Bisbal a Chenoa y Manel Navarro haciéndose el gallito ante la audiencia con un corte de mangas en un gala que casi acaba en batalla campal. Por no hablar del gallo que soltó luego en la gala de Eurovisión.
Para 2017, conscientes de que la nostalgia no funcionó tan bien como se esperaba, la industria televisiva/musical optó por dar un lavado de cara al programa e inyectarle esteroides digitales. En materia de audiencia, a Operación Triunfo le ha costado (mucho dinero) imponerse a la ficción española. En su gala inicial logró un 19% frente al 17,6 de La que se avecina. No volvió a liderar la audiencia hasta las galas finales. En ‘Objetivo Eurovisión’ la operación ya funcionaba correctamente. Un 23,6% frente al triste 8,6% del año anterior. En la final, consiguió un 30,8% (aunque solo cuatro millones de televidentes). Hay que apuntar que su mayor competidor no era un programa de ficción, si no Mi casa es la tuya, el lamentable programa en el que el casposo Bertín Osborne se junta para charlar con personajes públicos del panorama español (un programa, por cierto, que comenzó en TVE y fue comprado por Tele5, al igual que Operación Triunfo).
Esto solo fue posible después de una estrategia de conexión de la pantalla televisiva con las redes digitales. La industria ha desembolsado una enorme inversión en bots sociales que generen movimiento, y en contenido promocionado que ha copado tanto las propias redes como páginas webs en forma de anuncio, incluidos medios de comunicación. Así han logrado atraer al público joven que no vio las antiguas ediciones del programa. Han conseguido que hasta sectores progresistas o de izquierda acaben defendiendo un programa que beneficia exclusivamente a empresas privadas a costa de la televisión pública. Un negocio basado en el trabajo temporal, precario y apenas remunerado de los concursantes. Alimentado con la colaboración de la audiencia televisiva – propagandista sin salario – y los seguidores que en redes costean los estudios de mercado que les monitorizan y recaban datos en tiempo real.
Ilustración original de Pawel Kuczynski.
No somos tan gorrinos y morbosos como nos presenta la telerrealidad. Abandonamos la pocilga y vamos al jardín de margaritas en cuanto nos abren la cochiquera en la que nos metieron. Protagonizamos y vemos las pantallas que podemos. Las que nos ofrecen. No decidimos los programas que se producen ni la programación.
El colmo es que quien hace negocio a nuestra costa nos atribuya la indignidad de su oferta. Además, no hay forma de elegir lo que deseamos, porque ni siquiera podemos escoger con antelación. Aunque sea ilegal, los realities contraprograman para perjudicar a la competencia. Sin previo aviso, emiten imágenes “inéditas” e introducen episodios con tensiones y crisis. Esto, según el Tribunal de la Competencia, vulnera el derecho a elegir.
No podemos ampliar la variedad de la programación. A no ser que paguemos una plataforma de contenidos digitales. Si el bolsillo no da y descargamos películas o series, nos tachan de ciberdelincuentes.
Sin dinero para pagar una plataforma de contenidos, la tele en abierto nos obliga a elegir entre variantes de un mismo formato. Disimulado con distintos personajes y tramas, pero con el mismo contenido low-cost. Fabrican novedades para que estemos “pendientes de no perdernos nada”. Un síndrome que también afecta a los adictos a las redes. Porque de eso se trata: tenernos pendientes. Si pudieran, hacernos dependientes. Mirando las pantallas sin pausa y con la prisa de verlo todo.
Ni de lejos vemos la tele que nos merecemos. Quienes la producen no se merecen el público que menosprecian. Mientras saquen el beneficio esperado, no ven motivo para respetar los gustos de una audiencia que, además, se inventan. De hecho, no buscan liderarla, sino extraerle el máximo beneficio en el menor tiempo posible. Por eso despliegan todos los recursos a su alcance para moldear la demanda.
Mienten sobre su producto y el modo de producirlo. Mienten sobre su popularidad. Y sobre sus objetivos. La industria digital lo disimula, pero quiere que nos despelotemos con las risas de los emoticones. Que lo enseñemos todo.
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