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A comienzos de 1911, una revuelta tribal desbarató la precaria administración del sultán Abd al-Hafid de Marruecos -tío bisabuelo del actual monarca Mohamed VI- y terminó propiciando una importante operación militar franco-española, bajo la habitual excusa de proteger a los residentes y las propiedades extranjeras en el país. El 1 de julio, buques de guerra alemanes se desplegaron frente a Agadir, con la presumible intención de establecer una base naval avanzada en la zona, de la que sucesivos acuerdos entre las potencias europeas para el desmembramiento colonial de África habían excluido a Alemania. Tropas francesas se dispusieron a repeler un posible desembarco y unidades de la marina británica partieron desde Gibraltar para respaldarlas. Los titulares de la prensa mundial se llenaron de proclamas patrióticas y admoniciones bélicas, y llegaron a producirse movimientos militares preventivos en las fronteras europeas.
En un artículo de agosto de 1911, Rosa Luxemburgo acusaba a los líderes de Alemania, Francia y el resto de potencias europeas de «regatear, como lo hacen en el mercado para la carne y las cebollas, con cuestiones en las que se decide la vida de miles de personas, la felicidad o infelicidad de pueblos enteros», llevando sus apetencias coloniales «al borde del precipicio de una guerra mundial». La crisis de Agadir terminaría solventándose en la mesa de negociaciones, pero las ambiciones expansionistas contrapuestas de las potencias europeas, su desbocada carrera armamentística y su diplomacia al borde del precipicio tardarían solo tres años en dar la razón a Luxemburgo, cuando el asesinato del príncipe austriaco Francisco Fernando en Sarajevo desencadene una Primera Guerra Mundial de extensión y brutalidad sin precedentes, con un saldo de entre quince y veinte millones de muertos e incontables heridos y desplazados.
En torno a las 11 de la noche del pasado 15 de julio, las redes sociales empezaron a difundir imágenes de lo que pronto se confirmaría era un golpe militar de gran envergadura en Turquía. El presidente Erdogan respondió llamando a la población a salir a las calles en su defensa. Durante horas, miles de ciudadanos y policías leales al gobierno se enfrentaron a los golpistas, que bombardearon desde el aire comisarías de policía y el mismo parlamento. Entre informaciones contradictorias e imágenes escalofriantes, todas las opciones parecían abiertas, incluso la más aterradora: el estallido de una guerra civil generalizada en un país de 74 millones de habitantes, décima potencia militar del planeta, miembro de la OTAN y candidato al ingreso en la UE, atravesado por complejas tensiones políticas, religiosas y étnicas, fronterizo e implicado de las guerras de Siria e Iraq, con creciente presencia del ISIS y en el que EEUU almacena medio centenar de cabezas nucleares.
Afortunadamente, el curso de los acontecimientos no fue ese, y los golpistas fueron reducidos en una sola noche. Desde entonces el gobierno de Erdogan, elegido en las urnas pero con un infame historial en materia de derechos humanos y libertades civiles, se sirve del fallido golpe como coartada para purgar a miles de militares, policías, jueces o docentes desafectos, mientras sus enfervorecidos seguidores aterrorizan en las calles a disidentes políticos, minorías religiosas y refugiados. El mundo puede, a pesar de todo ello, respirar aliviado, porque no parece que Turquía vaya a colapsar a corto plazo. Pero, al contrario de lo que hicieron tras la crisis de Agadir en 1911, las grandes potencias deberían reconsiderar el riesgo incalculable de seguir maniobrando al borde del precipicio sobre un arco de inestabilidad en expansión que ya va desde Libia, convertida tras la calamitosa campaña militar occidental en un estado fallido a merced de señores de la guerra y terroristas del ISIS, hasta Afganistán, que quince años después de ser invadido por EEUU sigue sumido en el caos y sometido a periódicos estallidos de violencia, pasando por las atroces, interminables y cada vez más internacionalizadas guerras iraquí y siria y el monstruoso necrocalifato del ISIS nacido a su abrigo, sin olvidar nuevos conflictos de deriva aún imprevisible, como la intervención saudí en Yemen, o situaciones de latente tensión en grandes estados como Pakistán, Egipto o Turquía.
Son tales la profundidad de la fractura civilizatoria que se enseñorea de la región y la complejidad de la maraña de intereses que le subyace, que cuesta siquiera concebir la posibilidad de una situación alternativa: parafraseando a Fredric Jameson, nos resulta ya más fácil imaginar el fin del mundo que un Norte de África y Medio Oriente apenas incipientemente pacificado, próspero y democrático. Y es seguro que tal alternativa no alcanzará siquiera a apuntarse en el horizonte mientras el incesante regateo de carne y cebollas de las potencias regionales y globales y las grandes corporaciones armamentísticas y energéticas siga marcando el ritmo de los acontecimientos, insensible ante el ya inconmensurable sufrimiento presente -del que, resulta tan ingrato como preciso recordarlo, el causado por las acciones terroristas en ciudades europeas apenas constituye una pequeñísima fracción, frente a los indescriptibles holocaustos cotidianos de Bagdad, Faluya, Saná, Raqqa, Alepo, Homs o Yarmuk-, e irresponsable ante la cada vez más plausible hipótesis de una inflexión definitivamente catastrófica, de inevitables y potencialmente devastadoras repercusiones globales, como la que el golpe militar en Turquía ha estado a punto de provocar. La urgencia de poner en pie auténticas alternativas de paz, estabilización y desarrollo en la región, que contravengan esta desquiciada carrera hacia la definitiva catástrofe, es moral y políticamente absoluta. «El tiempo es sangre», escribía Miguel Hernández, durante el terrible preámbulo español a la Segunda Guerra Mundial. Y ahora, como entonces, corre velozmente en nuestra contra.
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