Juanjo Álvarez
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Tras las elecciones del domingo 26 y en plena conmoción –parece obvio que el término “resaca” se queda corto–, la primera cuestión que todas estamos abordando para entender el resultado de Podemos es la confluencia, que ha ocupado los titulares de prensa durante la campaña ante la expectativa, que se planteaba como indudable, de que se produjera el desplazamiento del PSOE como fuerza mayoritaria de la izquierda. Podemos más IU, según todas las encuestas, eran la clave de una multiplicación que permitía competir de forma más eficiente en el tablero electoral, y eso sería la palanca para agrupar el voto de izquierda y convertirse, si no en ganadores de las elecciones, al menos en fuerza de gobierno y alternativa al proyecto austeritario, corrupto y ultraconservador del Partido Popular.
Sin embargo, las cosas no están funcionando así. El resultado electoral nos ha dejado con una pérdida de más de un millón de votos, el mismo número de escaños y una sensación de frustración absoluta. Como si hubiéramos fallado un penalty que nos llevaba al éxito, en el tiempo de descuento y contra un portero lesionado: lo impensable. Lo hemos perdido cuando ya lo teníamos ¿Cómo ha podido pasarnos? La lectura más inmediata, la que ya se empieza a escuchar en muchos círculos, es que la confluencia no suma, que IU es una rémora y que hay que recuperar la transversalidad y olvidarse de etiquetas antiguas que no arrastran más que un lustre polvoriento: la hipótesis populista vuelve a la carga. Sin embargo, antes de echarle la culpa a la confluencia en abstracto, tal vez valga la pena detenerse a examinar la forma en la que se ha producido esa confluencia. En primer lugar, porque ha sido tardía y miedosa y se ha producido a rebufo de unas elecciones municipales en las que las diversas fórmulas políticas de unidad de la izquierda demostraron una enorme potencialidad. Pero, cuidado: no inmediatamente después, sino mucho después, pasados bastantes meses y con una intención electoralista de mirada muy corta. Se trataba de una cuestión de escaños y ley electoral. Y así se llegó a un pacto de cúpulas, porque evidentemente este tipo de acuerdos no son materia para construir nada más allá de una papeleta. Ni campaña compartida, ni discurso común, ni espacio de trabajo militante; la confluencia ha mostrado unos límites más bien vergonzantes que han dejado el programa convertido en una yuxtaposición de diferentes posiciones y líneas sin articulación. Como ejemplo, valga una vez más el de la abigarrada realidad política de la izquierda madrileña, donde cualquier militante que haya estado mínimamente implicado ha podido darse cuenta de que la campaña no era una campaña: era un mercadillo caótico en el que cada cual regateaba para incluir a sus compañeros de familia, sin que nadie se ocupara de armonizar ni aportar algún elemento común. Ni tan siquiera la cartelería. Primera conclusión: la confluencia no ha sido tal.
En el terreno del discurso, el otro gran eje sobre el que se ha discutido esta campaña, el protagonismo ha recaído en la moderación. Somos socialdemócratas, Pablo Iglesias en el debate estuvo sosegado, no perdemos los nervios, somos una fuerza de gobierno... y un largo y tediosísimo etcétera. Lo cierto es que, en primer lugar, esta estrategia no estaba bien montada porque como acabamos de apuntar, no había discurso político pactado, así que el resultado ha sido que mientras Iglesias alababa a Zapatero, Garzón iba por su cuenta gritando a los cuatro vientos que es comunista. Una incongruencia prolongada durante toda la campaña que ha generado desconfianzas y una imagen de estar jugando a varias barajas sin el menor reparo. Pero, en segundo lugar, y con más importancia, la moderación se ha estrellado contra un fuerte bagaje previo de Podemos, que venía de otra parte: de la impugnación del bipartidismo, de la política no profesional, del carácter contestatario; resumiendo: del espíritu quincemayista.
Posiblemente –siempre hay que hablar en términos hipotéticos cuando se trata de interpretar la voluntad de la gente– esto es una de las cosas que ha dejado a mucha gente en sus casas: la sensación de que Podemos había entrado en una dinámica muy poco creíble, de que la estrategia era meramente electoral y calculadora, lo que nos coloca peligrosamente cerca de los viejos partidos.
En el otro extremo, estas elecciones nos dejan un análisis pendiente, el del éxito de la derecha. No es un análisis largo: lamentablemente, lo que estas elecciones evidencian es, primero, que el electorado de derechas es tan conservador y miedoso como pensábamos, segundo, que su referente electoral es, por el contrario, mucho más hábil de lo que creíamos. El Partido Popular ha obtenido un resultado electoral espectacular, ha reagrupado a su gente y ha recuperado el voto que había perdido con la corrupción. Con la estrategia del miedo, por supuesto; recurriendo a los argumentarios más pobres, de acuerdo. Pero se trata de ganar elecciones, y el PP ha ganado las que probablemente han sido las más disputadas de la democracia parlamentaria española. A partir de ahora, antes de hacer loa y alabanza de la estrategia comunicativa de los nuestros, pensemos en la eficiencia electoral de gente como Pablo Casado y Moragas. Aunque nos duela. Eso, unido al resultado de Ciudadanos, nos deja un país en el que más de once millones de votos han ido a parar a la derecha.
Fin de la primera parte
Con estas elecciones se ha cerrado el ciclo electoral. Quedan pendientes, es cierto, las elecciones gallegas y las vascas, pero lo cierto es que no tendrán una influencia fuerte sobre el panorama a nivel estatal. Así que toca asumir que cerramos ciclo y se abre una legislatura nueva. Y de este proceso se derivan varios aprendizajes. Uno de ellos es que el poder conservador sigue ahí, formando un tapón importante ante las iniciativas de transformación; y otro, también muy importante, es que el miedo, los arrebatos identitarios y el rechazo a lo nuevo están presentes en un electorado al que tenemos que llegar, el del PSOE, pero al que no podemos llegar por simple sustitución de sus referentes mediáticos. La derecha es fuerte y tiene un apoyo mediático, económico y estructural importantísimo que se extiende a esa parte de la sociedad que quiere sentirse de izquierda pero ha asumido los postulados de la institucionalidad política neoliberal. Con ese escenario, hace falta más; el cambio en la hegemonía no puede consistir en una cuestión mediática mediante la cual los elementos de transformación se reducen a un recambio de dirigentes políticos. Tenemos que asumir que hemos errado en la dirección del movimiento: no se trata de que la gente del PSOE nos vote a nosotros como sustitutos de la socialdemocracia neoliberal, sino de hacer que ese votante llegue a la consciencia de que no hay lugar para la socialdemocracia neoliberal, porque es un espacio político imposible dentro del equilibrio de poder. Hay un elefante en la habitación, en la acertada expresión de Jorge Riechmann: ese elefante se llama capitalismo. Si no explicamos que es el orden del poder capitalista lo que tenemos que cuestionar, no llegaremos a ser la fuerza con carácter impugnatorio y constituyente. Esto se puede hacer con paciencia, con tranquilidad, sin ánimo de escandalizar. Lo que no podemos es dejar de hacerlo.
Se trata, entonces, de poner en marcha una transformación social. Casi se nos había olvidado en estos dos años de guerra de posiciones, pero todo aquello a lo que aspiramos pasa por una transformación social: revertir el esquema de la deuda y la austeridad, la explotación laboral y el paro, la exclusión social, la desigualdad, la crisis ecológica, la política profesional y la relación plebiscitaria de las masas con las instituciones. Pero un cambio social no es cosa de dos días, ni de dos años y medio. En realidad, se podría decir que salimos de un previo: una larga guerra de posiciones que ha durado todo el ciclo electoral. Se trata ahora de ver cómo esas posiciones sirven para la transformación, que es otra cuestión.
Game over... Insert coin
Como en los juegos de arcade, hemos estado jugando durante dos años y medio a una partida en la que teníamos pocas opciones pero en la que supimos meter una moneda e ir ganando vidas hasta acercarnos al record de puntos. Podemos ha jugado muy bien esa partida, impecablemente. Irónicamente, ahí ha estado uno de los errores que más débiles nos deja para el nuevo periodo, en aceptar que competir en un videojuego era lo mismo que vivir. Las elecciones son el resorte que permite acceder a parte del poder político, pero cambiar las cosas implica remover el poder político del punto en el que está y situarlo en otra parte. Pasar de una competición con las élites partidarias – que sólo detentan poder en cuanto se posicionan como colaboradores fieles del poder económico – a una visión de esta lucha como el verdadero poder es un error que nos costará superar. Es imprescindible que empecemos a construir una práctica y un discurso político orientados a la vida real de la gente, y esto quiere decir: a modificar la correlación de poder para poder influir en las condiciones materiales de la existencia. Así que tenemos que seguir jugando pero no en la máquina: en la vida real de las clases populares.
La primera buena noticia es que tenemos algunas monedas acumuladas para seguir jugando la partida, la segunda buena noticia sería – pero esto aún está en cuestión – que logremos hacer un bien diagnóstico de dónde está el poder y qué es necesario para cambiarlo, y empecemos a construir el auténtico movimiento social que acumule fuerzas para la transformación social. Y ahí entran, al menos, tres cosas: primero, coherencia discursiva, sin miedo a las idas y venidas de la política cortoplacista; segundo, voluntad de explicar y convencer para generar una hegemonía nueva – y no adaptarse a la vieja ideología de la socialdemocracia europea, máxime cuando está en caída libre – y tercero, una estrategia unitaria que pasa por la calle, y no por una, sino por muchas confluencias. Pero confluencias bien hechas, que se lancen como procesos unitarios desde abajo para abarcar a los demás agentes de la izquierda política y social. Un partido enraizado en los movimientos, sin las veleidades electoralistas, con auténtico ánimo de transformación social y democrática.
Tenemos nuevo ciclo: tenemos una legislatura para construir.
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