Miguel Roig
Es sabido que no es lo mismo juancarlismo que monarquía. El juancarlismo obtuvo el beneplácito de figuras poco cuestionables en el campo republicano como Santiago Carrillo o Manuel Vázquez Montalbán. En lo que se refiere al socialismo es probable que no haya un solo referente que no respondiese a este curioso modo de entender el poder y el sustento democrático de la monarquía parlamentaria en España. Puede que para que dicho fenómeno se produjera concurrieran dos circunstancias curiosas. Por un lado, el rápido despliegue del socialismo comandado por Felipe González que en una inteligente operación política ocupó todo el espacio democrático al punto de que el hecho de estar fuera de ese perímetro, ocupado simbólicamente por el socialismo, convertía en extranjero de la democracia a quien se excluía de él. Para ayudar a consolidar este espacio, surgió por entonces la figura de la casa común de la izquierda que, alentada desde el PSOE,Carrillo no dudó en habitar y junto a él fueron muchos los que ocuparon dependencias de aquel cómodo destino. En aquel escenario, el rey Juan Carlos, oportunamente y reforzado con el capital simbólico acumulado el 23 de febrero de 1981, se confunde con ese relato democrático y pasa a formar parte de aquella casa común pero sin dejar de dormir ninguna noche en la Zarzuela. Así, el juancarlismo deviene en un proceso que incluye a convencidos demócratas, espíritus republicanos y una gauche divine que ya no es divina sino etérea, entregada al carpe diem.
El socialismo, entonces, ocupa el espacio vacío que la derecha le cedió por la sencilla razón de que su dirigencia se encontraba en el laberinto del tardofranquismo con el Minotauro muerto pero sin ningún hilo de Ariadna al cual seguir para salir de su encierro. Fuera, la monarquía parlamentaria y el socialismo democrático –y aquí el adjetivo tiene alta carga sustantiva– ocupaban todo el espacio posible.
Tanto la Casa Real como el socialismo construyeron aquella estructura con una capacidad de maniobra admirable pero con la ventaja de la elocuente y constante dejadez política de los conservadores. Basta con recordar actitudes pre-totémicas como el rechazo de José María Aznar a la Constitución o la oposición de Francisco Álvarez Cascos a la ley del divorcio y, en un mismo envío, su explícita admiración por Francisco Franco. Así como Álvarez Cascos se benefició más de una vez de la ley que combatía, otro tanto ocurrió con el rechazo en la legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero, cuando dirigentes populares optaron por hacer pública su homosexualidad después que el partido repudiara la legislación socialista en la calles, codo a codo con la Iglesia. Esto no significa que el Partido Popular evolucione o se adapte a los nuevos tiempos ni que el hilo de Ariadna sea un hilo narrativo que lo saque del laberinto de la dictadura. Significa que busca relatos de marca que le sean útiles para transitar los escenarios políticos en lugar de recurrir a herramientas políticas que transformen la realidad.
En un artículo publicado en The Guardian, Slavoj Žižek analiza los comportamientos de consumo actuales y llega a la conclusión de que, a través del consumo, se está resignando el hecho de vivir nuestras propias vidas para adquirir un estilo de vida. Hay una tendencia –mucho más arraigada, de momento, en países como Estados Unidos, Reino Unido o Francia que aquí– por un hedonismo permisivo pero muy controlado que lleva al consumo de alimentos orgánicos, chocolates sin grasas, refrescos sin azúcar, café sin cafeína, cervezas sin alcohol y sexo solo si es seguro. A partir de esta tendencia, Jeremy Rifkindesarrolla el concepto de ‘capitalismo cultural’. La compra de una manzana ecológica, más costosa que las normales e incluso en mal estado por haber sido atacada por los insectos, significa no la adquisición de un producto sino el acceso a una experiencia. No aceptamos el rol pasivo de espectadores en un mundo que nos deja al margen de las decisiones centrales, con lo cual, a través de una manzana acariciamos la fantasía de sentir que estamos participando en un movimiento solidario y global. Así como un hincha de fútbol ante al televisor grita, salta y se desgañita alentando a su equipo creyendo que así contribuirá a que este haga un gol, los nuevos consumidores piensan que ayudan a transformar el mundo a través de la adquisición de experiencias.
El Partido Popular hace uso de esta técnica de marketing. Es lógico. Entiende la estructura partidaria como una empresa y busca llegar a clientes, no a ciudadanos.
El conservadurismo español no renuncia a las raíces que lo vertebran a la dictadura y anhela un cuerpo social sumiso, principios cívicos atados al ideario católico y, fundamentalmente, un modelo económico que profundiza la brecha social –y esto, paradojicamente, lo aleja del populismo franquista–. Al no abandonar ninguna de estas consignas se encierra en si mismo y renuncia a la política pero no al marketing, el cual asume como la vía para la difusión de su marca. Quiere que, a través de sus productos retóricos, creamos participar de la experiencia democrática. Pero el Partido Popular no crea, recrea. Cuando en 2008 Mariano Rajoy pone como portavoz de su partido en el Congreso a Soraya Sáez de Santamaría y a María Dolores de Cospedal como Secretaria General del Partido Popular, no hace otra cosa que interpretar como una tendencia lo que desde la política asumió Rodríguez Zapatero al formar un Ejecutivo siguiendo el criterio de paridad entre hombres y mujeres.
Los diferentes golpes de efectos que ha puesto el Partido Popular en escena durante varias legislaturas con el tema del terrorismo, también demuestran un manejo con más criterio de mercado, en tanto flujo y reflujo de la oportunidad ante el electorado o la obstaculización de la competencia –entiéndase al PSOE en este contexto de marcas– que como razón política o de Estado. No hay que olvidar que al año del asesinato de Miguel Ángel Blanco, el expresidente Aznar negociaba con ETA a quien llamaba públicamente Movimiento Nacional de Liberación Vasco; el 11 de marzo de 2004 los hizo responsables de la matanza de Atocha, y, Mariano Rajoy, en la oposición, llegó a acusar a Rodríguez Zapatero de “traicionar a los muertos” durante la negociación del gobierno socialista con ETA. La última experiencia que pretende poner en circulación el Gobierno del Partido Popular es la de una supuesta apertura democrática mediante la cual las alcaldías serían para el partido más votado. Obviamente que esta suerte de oportunismo ante la pérdida segura de esas posiciones en la mayoría de los ayuntamientos solo será posible a través de su mayoría parlamentaria y no con el concurso del resto de partidos. Una medida tan ajena a la democracia como el llamado decretazo que impulsó esta semana que, entre otras medidas cuasi dictatoriales ya que carecen de debate y consenso ciudadano, como la privatización del Registro Civil o la creación de un fichero específico para que los jóvenes en paro no cuenten en la estadística oficial.
Dice Žižek que la cadena de cafeterías Starbuck’s en Estados Unidos y Reino Unido, justifica la venta del café mucho más caro que en otros sitios divulgando el concepto de ‘café ético’, un café que nace del comercio justo, el cuidado del medioambiente y unas cafeterías confortables, donde compartir una charla y el wi-fi gratis. Es el modo, argumentaría Rifkin, de cómo el ‘capitalismo cultural’ ha conseguido trasplantar el espíritu del 68 en una experiencia de consumo: compartimos todo y construimos juntos un mundo mejor. Eso sí, cuesta más caro que en otro sitio.
En el Partido Popular hacen lo mismo: ofrecen un 'partido ético'. Toman aquellos relatos que creen que pueden dejar una rentabilidad electoral y los hacen circular. No es seguro que funcionen tan bien, comercialmente hablando, como las manzanas orgánicas o el café de Starbuck’s. Pero lo que sí sabemos es que las imposiciones de su dictadura parlamentaria las costeamos entre todos.
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