venres, 17 de novembro de 2017

Prestige, qué fue de todo aquello

Quince años después, si volviera a suceder algo así, nada asegura que la gestión no vuelva a ser tan catastrófica

Un grupo de escolares participa en la cadena humana de protesta contra la catástrofe del Prestige en 2002.ISABEL ROMERO

Xosé Manuel Pereiro
http://ctxt.es/

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En la catástrofe del Prestige solo hay un culpable: el barco Ana Botella, 12.12.2002
En tales fechas como estas, pero en 2002, todos teníamos quince años menos y en el mar un petrolero de bandera griega andaba en zigzag frente a las costas gallegas, traído y llevado, a la vez que esparcía su carga. Mientras, en tierra, también iban de la ceca a la meca las autoridades y la ciudadanía. Ahora todos, incluidas las autoridades, tenemos tres lustros más, y no está de más saber qué fue de todo aquello, y de todos aquellos.
De Letonia vino un barco cargado de…
El Prestige (née Gladys en 1975), de bandera de Bahamas, era propiedad de una naviera con sede en Liberia, Mare Shipping, pero en realidad quien lo manejaba desde una oficina en Atenas era una teórica sociedad de gestión, Universe Maritime. En la maraña societaria de ambas empresas aparece el apellido Coulouthros, una familia griega asentada en el Reino Unido. Otra de sus empresas gestionaba el Aegean Sea (aka Mar Egeo), que también por estas fechas, pero en 1992, embarrancó en la entrada al puerto de A Coruña con 80.000 toneladas de fuel ligero.  
El corredor de Finisterre es uno de los más transitados del mundo. El 70% del transporte marítimo europeo pasa frente a Galicia, unos 40.000 barcos al año, y más o menos uno de cada tres transporta mercancías peligrosas
El Prestige había zarpado de Ventspils (Letonia) con 77.000 toneladas de un fuelóleo que, más que un derivado, era un residuo del petróleo. La carga era propiedad de un empresario ruso, Mikhail Maratovich Fridman aka Misha, al que en los ambientes de oligarcas exsoviéticos conocen como Mikhail Grâznyj (“Sucio”). El destino en teoría era Gibraltar, como enseguida se encargaron de resaltar las autoridades españolas, como si así la cosa no fuera con ellas. En realidad, el rumbo era Gibraltar for orders, es decir, a la espera de que los fletadores encontrasen un comprador en alguna parte del mundo y le dijesen a dónde dirigirse. Allí tenía África al sur, América al oeste y Asia, vía canal de Suez, al este. Como quien carga un camión con melones y lo sitúa en Zaragoza, por si lo coloca en Madrid, Cataluña o el País Vasco. Lo del destino no era baladí, porque el entonces ministro de Fomento, Francisco Álvarez Cascos, amenazó con demandar a tutti quanti: Reino Unido, Letonia, Bahamas… menos Suiza, donde tiene la sede el grupo de Mikhail Grâznyj. El Gobierno español acabó demandando a la empresa norteamericana que le había pasado la ITV al barco. Más de 30 millones de euros en abogados que también naufragaron (los euros). La Audiencia de A Coruña acaba de tasar los daños en 1.600 millones. Como mucho, la aseguradora dará mil. Otro pleito en perspectiva, en Londres.
El Prestige iba a ser desguazado en San Petersburgo, pero lo requirieron para este último servicio. El que iba a ser su capitán renunció a llevar aquello y echaron mano de Apostolos Mangouras, que también debería estar en el dique seco. Mangouras, natural de la isla de Icaria, tenía 67 años y llevaba 42 años embarcado, 35 de ellos de capitán. Asumió el mando del barco y de una tripulación de rumanos y filipinos que cobraban unos 750 dólares al mes. En cuanto la nave escoró se pusieron a llorar, al capitán le dieron pena y pidió que los evacuasen.
El naufragio, el salvamento y otros cuentos
Hay teorías para todos los gustos (la ola gigante, el tronco a la deriva…), pero el hecho es que los barcos, y más si son viejos, tienen accidentes. Lo más probable es que, baqueteado por olas más que respetables, se soltó una plancha del casco o se agrietó. La vía de agua inclinó al petrolero. Estaba a 28 millas --unos 50 kilómetros-- de Finisterre. Eran las tres de la tarde del miércoles 13 de septiembre, había vientos de 90 kilómetros por hora y olas de hasta ocho metros. Nada especialmente fuera de lo normal. Informativamente, entonces, era un barco más en apuros. Lo que no sabíamos, y tardamos en saber, es que en determinados momentos hubo más actividad en tierra que en el mar.
El corredor de Finisterre es uno de los más transitados del mundo. El 70% del transporte marítimo europeo pasa frente a Galicia, unos 40.000 barcos al año, y más o menos uno de cada tres transporta mercancías peligrosas, además de su combustible. Para controlarlo, Salvamento Marítimo, organismo dependiente de Fomento, había contratado al Ría de Vigo, un remolcador potente, pero sin demasiada maniobrabilidad, después de trasladar a Gijón al de propiedad estatal, Alonso de Chaves,más moderno y maniobrable. Cuando el Ría de Vigo llegó, a media tarde, al lugar del accidente, ni el remolcador de servicio público ni el petrolero accidentado hicieron nada durante tres horas, según las comunicaciones de la Torre de Control de Tráfico Marítimo. Estuvieron frente a frente, el petrolero con la máquina parada, con Mangouras, el primer oficial y el jefe de máquinas esperando órdenes y el Ría de Vigo… también, pero no de Salvamento.
El Gobierno español tardó seis horas en contactar con la armadora griega, pero Smit Salvage --una multinacional holandesa de rescates que fue la que participó en la operación de reflotamientos del submarino ruso Kursk (y también en la del mercante Cason encallado en diciembre de 1987 en Fisterra)-- no tardó nada en hacer llegar desde Amsterdam una oferta a Atenas: el 30% del valor del barco y de la carga, en caso de éxito, y solo los gastos en caso contrario. De la parte del Ría de Vigo se encargaba Smit. Aun como chatarra, el valor del barco no bajaría de los cinco millones de euros, y la carga de los diez. Los griegos tardaron siete minutos en aceptar. Y menos en ordenar a Mangouras que aceptase ser remolcado. Meses después, en sede judicial, el capitán argumentó la negativa: “No sabía que el Ría de Vigo era un remolcador del Estado, y por lo tanto, gratuito” (y sin autorización del armador, él no podía acceder a un servicio de pago). Álvarez Cascos primero defendió la honorabilidad de la empresa concesionaria, después anunció en sede parlamentaria una investigación sobre lo sucedido y al día siguiente el BOE publicaba la renovación de la concesión. Durante esas primeras horas, el barco soltó unas 23.000 toneladas de fuel.
El remolcador al teórico servicio de Fomento entró en acción a las nueve, pero amarrar un petrolero de 82.000 toneladas de peso muerto en medio de olas que cubrirían un tercer piso no es como ayudar a un vecino a arrancar el coche. Y menos en medio de la noche, en una cubierta inclinada y llena de petróleo, y usando una sola mano (en realidad, desde comer a trabajar, en un remolcador de rescate todo lo tienes que hacer con una mano, la otra la usas para agarrarte a algo y no estamparte contra un mamparo o caer al mar), manejando estachas gruesas como piernas de ciclista. Es como un utilitario intentando enlazar en marcha un camión de cuatro ejes, sabiendo que el mínimo roce supone una catástrofe. Ese tipo de labor, tanto los gobiernos del PP como del PSOE consideraron que era mejor externalizarla, dado que no había naufragios todos los días (argumento que no se aplica, por ejemplo, al ejército).
Fax de la oferta de la compañía de salvamento holandesa a la armadora del Prestige, en el que se incluye los servicios del remolcador contratado por Fomento.
El caso es que pasaron casi doce horas el Ría de Vigo y tres remolcadores pequeños haciendo intentos y rompiendo cables y estachas de nueve centímetros de diámetro, hasta que cerca de las nueve de la mañana lograron asegurarlo. En todo ese tiempo había ido derivando hacia la costa y estaba a unas dos millas. Los vecinos de Muxía se despertaron no sabiendo si creer a sus ojos, que veían el barco delante, o a sus oídos que escuchaban a las autoridades en la radio diciendo que estaba a varias millas. La marea de mentiras llegó antes que la del chapapote y fue igual de espesa.
No pasa nada, circulen
En estos casos, lo propio es habilitar gabinetes de crisis. El que se creó en la Delegación del Gobierno en Galicia, en A Coruña, era bastante numeroso, por un lado por la cantidad de intereses e instituciones representadas, y por otro porque el acceso no estaba especialmente restringido ni delimitado. En todo gabinete de crisis se necesita un mapa para planear operaciones y señalar objetivos, se supone, pero en aquel no había cartas marinas y alguien tuvo que desplazarse a una librería a comprar uno de esos que se llevaban en el coche antes de los GPS. Se proyectaban barreras anticontaminación con un rotulador grueso, sin tener en cuenta la escala ni el detalle de que en Galicia, con tanta costa como el resto de España, solo había ocho kilómetros de barreras. Demasiado gabinete para pocos medios. El primer despliegue de personal fue de 350 personas: una por cada dos kilómetros de ribera afectada.
Pero el Prestige seguía enfrente, aunque ya no a la vista. Del petrolero se había hecho cargo un mastodóntico remolcador chino, el De da y Smit Salvage, por lo que, según el delegado del Gobierno, Arsenio Fernández de Mesa, el problema ya no era de España. La consigna la había dado, al parecer, quien tenía atribuciones para ello, el ministro de Fomento, aunque de modo no muy formal, en el calor de una cena en un restaurante italiano: “Ese barco, que se vaya a tomar por culo” o, en versión menos cruda y menos creíble, “Que lo lleven al quinto pino” (los informes técnicos sobre la conveniencia de la medida los solicitó cinco días después de tomarla). “Tan lejos que hemos tenido que poner este papel para alargar el mapa”, decía ufano De Mesa. El problema es que la tierra no es plana y no termina en un borde, o no hay una alfombra bajo la que ocultar los problemas. La ruta inicial, hacia el norte, originó las protestas de los vecinos de arriba, Francia y Reino Unido, y cuando el remolcador chino acarreó al gimiente petrolero bahameño-liberiano-greco-suizo hacia el sur, una fragata portuguesa le salió al paso impidiéndole entrar en sus aguas jurisdiccionales. Durante ese ir y venir, el petrolero fue, por supuesto, dejando salir su carga. Según las valoraciones presentadas en 2008 por Santiago Martín Criado, perito del juzgado de Corcubión, casi 19.000 toneladas. Por razones obvias, Smit quería recalar en algún puerto refugio para trasvasar la carga, o más bien lo que quedaba de ella. Cuando rompió se estima que perdió alrededor de 20.000 toneladas, aunque las fuentes oficiales hablaban de 3.000 o 4.000 y cuando fueron cuestionadas, De Mesa contribuyó al acervo fraseológico del siniestro: “Hay una cifra clara y es que la cantidad vertida no se sabe”). Smit llegó a plantearse intentar hacer llegar al renqueante navío a Cabo Verde. Se acabó hundiendo a 250 millas de la costa gallega, haciendo un vertido de despedida, que no lo fue, de 10.000 toneladas, antes de ir a reposar, en dos trozos, a casi cuatro mil metros de profundidad, en una zona denominada Banco de Galicia. No fue el último derrame porque las 14.000 toneladas que todavía llevaba dentro cuando se fue al fondo, contra los vaticinios político-técnicos que aseguraban que se convertirían en adoquín, se empeñaron en salir, aunque fuese en forma de hilillos de plastilina. Repsol, en una operación de coste multimillonario, tuvo que extraerlas con lanzaderas.
Las mareas. La negra, la blanca y la ciudadana
La primera de las mareas, la proveniente del primero de los tres vertidos importantes que tuvo el petrolero, también sorprendió por la mañana a los habitantes de Muxía, y no solo de Muxía. Como está más que documentado en la memoria reciente, y si no hay una abundantísima memoria gráfica, aquella masa viscosa negra, con densidades que iban del como chocolate exprés a la gelatina anegó en aquella primera acometida 190 kilómetros de costa. Lo que iba escapando de la nave por una grieta que ya era de 50 metros fue invadiendo progresivamente la ribera, desde la Costa da Morte hacia el sur. En la bocana de la ría de Arousa, mientras el vicepresidente Mariano Rajoy decía en Pontevedra que no se esperaba que el chapapote llegase a las Rías Bajas, una flota de cientos de embarcaciones de todo tipo, como en Dunkerque, lograron parar la acometida. En los puertos, las mujeres confeccionaban barreras con redes y almohadas. La segunda gran oleada, la del estertor del hundimiento, invadió, sin embargo, las islas Cíes. La tercera, los “hilillos de plastilina” que liberaba el pecio desde el fondo, derivó hacia el norte, castigó de nuevo la costa coruñesa y sobrepasó Ortegal, afectó la costa cantábrica y llegó a Francia.
La consigna la había dado, al parecer, quien tenía atribuciones para ello, el ministro de Fomento, aunque de modo no muy formal, en el calor de una cena en un restaurante italiano: “Ese barco, que se vaya a tomar por culo”
En tierra se produjeron como reacción dos mareas. La blanca, la de los voluntarios, gentes que venían de toda Galicia (se estima que 55.000), del resto de España (60.000), y también del extranjero (1.000), a extraer el chapapote. Un auténtico fenómeno de solidaridad, con ribetes de turismo de catástrofe y de aventura, que desbordó, por supuesto, a las autoridades autonómicas y centrales, y que tuvieron que afrontar sobre todo los ayuntamientos y las cofradías. Es decir, pueblos marineros con una capacidad hotelera para 50 o 100 personas, que de pronto tienen que asumir el alojamiento y manutención de 2.000 o 3.000, más o menos tantos como el censo habitual. Pabellones habilitados como dormitorios, cocinas comunitarias atendidas por turnos, supermercados y particulares que donaban comida… el sueño realizado de la autogestión.
Todo ello tenía que fermentar de alguna forma. El 2 de diciembre, bajo un intenso aguacero que llenó Santiago de Compostela de paraguas, cientos de miles de personas se manifestaron al grito de “Nunca Máis”. El lema lo llegó a pronunciar incluso George Bush, ignorante sin duda de que no constituía precisamente una ayuda a su amigo Aznar. Nunca Máis, promovida fundamentalmente por el BNG, agrupó a 365 (el número es fácil de recordar) organizaciones, desde partidos a la izquierda del PSOE hasta asociaciones de vecinos, organizaciones ecologistas y empresas. Hicieron de cada manifestación una fiesta de miles de personas. Una convocó específicamente a los músicos, otra llenó de cruces la playa de Riazor, otra inundó las calles de maletas, una cadena de 40.000 escolares abarcó las playas… Tenía incluso una organización de artistas, Burla Negra (el nombre del barco de un pirata pontevedrés del siglo XIX) que, entre otras cosas, organizó cerca de 200 conciertos musicales en toda Galicia en un mismo día. La bandera, diseñada por Xosé María Torné, era omnipresente. En la Pasarela Gaudí, en toallas de playa, en las ventanillas de los coches. Todavía se ve por ahí.
En qué acabó todo aquello
La Xunta y el Gobierno central (Manuel Fraga y José María Aznar) acordaron e hicieron efectivas indemnizaciones por cese de actividad pesquera con una celeridad administrativa de vértigo (teniendo en cuenta que por aquellas fechas se estaban pagando las del Mar Egeo,de diez años atrás) y con un desparpajo como si la pasta fuese suya. Durante unos meses, en lugares de la Costa da Morte hubo pleno empleo y en Galicia, una auténtica sobredosis de promesas. El PP logró imponer lo que todavía entonces no se llamaba el “relato” de que había ganado las elecciones municipales, presentando a Muxía como arquetipo. Sin embargo, el PP descendió casi un 4% en su voto en Galicia, mientras en el conjunto del Estado, después de las multitudinarias manifestaciones contra la guerra de Irak tan solo perdió un 0,43%. También la suma de los votos de PSOE y BNG superó en casi cinco puntos a los populares (en 1999 había sido un 1,9% inferior), iniciando la tendencia que llevaría en 2005 a Fraga a perder el gobierno en favor de una coalición de socialistas y nacionalistas.
Pero el Prestige cambió también el rumbo del PP gallego. Murió el sueño bávaro de Fraga y de parte del partido. La pugna de siempre, nada larvada, entre los partidarios de un partido autónomo y los de la obediencia debida a Génova, tomó de nuevo cuerpo en la marea negra, entre los que demandaban que la crisis fuese gestionada por la Xunta y quienes reclamaban que el joystick lo tuviese Madrid. Hubo una crisis en la Xunta en mitad de la crisis, y se resolvió la imperecedera confrontación entre Xosé Cuiña, el sempiterno delfín de Fraga que situaba su galleguismo “al borde de la autodeterminación” y José Manuel Romay Beccaría, el político perenne, siempre a caballo entre Galicia y Madrid, que tuvo su primer cargo en 1963 y desde entonces los ha concatenado. Fraga primero confió a Cuiña el mando de la estrategia política y operativa y después, ante la reacción de Génova, lo destituyó. De purgar a los que quedaban o de premiar a los que se sumaron llegó de la capital un hombre de Romay, Alberto Núñez Feijóo (otro de sus hombres se llamaba Rajoy, Mariano Rajoy, pero este no volvía a Galicia ni atado).  
Cuiña fue prácticamente el único de todos cuantos tuvieron un papel en la crisis que vio truncada su carrera. Los funcionarios de alto nivel, residentes o desplazados, que contribuyeron a transformar el negro panorama en rosa, progresaron en sus carreras. El caso más extremo, el de Rodolfo Martín Villa, que a su larguísimo currículo sumó el título de Alto Comisionado para el Prestige. Si Jaume Matas, entonces ministro de Medio Ambiente, no tiene un retiro dorado, fue por su mala cabeza. Su homólogo en la Xunta, Carlos del Álamo, por ejemplo, es consejero de Ence, el grupo que tiene una celulosa plantada en plena ría de Pontevedra. Miguel Arias Cañete, entonces ministro de Pesca, que se encargó de demostraciones prácticas de la salubridad y exquisitez del pescado gallego, sigue a sus cosas en Europa, igual que Aznar. Paco Álvarez Cascos salió indemne y con la Medalla de Oro de Galicia que le dio Fraga por los servicios prestados. Incluso consiguió que el único imputado --luego absuelto-- fuese el director general de la Marina Mercante, José Luis López Sors, un hombre con chaqueta pata de gallo verdosa que no abría la boca en las ruedas de prensa en la Delegación del Gobierno. Arsenio Fernández de Mesa --“a mí me dijeron que diera la cara, y la di”, me dijo años después-- fue director general de la Guardia Civil y ahora acaba de llegar al otro lado de la puerta giratoria. Rajoy ya saben. (Por cierto, ninguno de aquellos próceres estuvo entonces donde debía, aunque sí en contacto con la naturaleza: Aznar en la República Dominicana, Cascos esquiando, Matas en Doñana, Fraga de caza, con Cuiña y Del Álamo). E incluso una de aquellas llamadas “chicas de Urdaci”, con la que pasé una jornada de domingo persiguiendo manchas de chapapote y traduciendo su extensión a campos de fútbol para el telediario, es ahora reina.
El único de los protagonistas con nombre y apellidos que lo pasó realmente mal fue Apostolos Mangouras, el capitán que debería estar jubilado y siguió las órdenes de su armador. Estuvo tres meses en la cárcel (una medida insólita en un caso de estas características), con la solidaridad de la mayor parte de los marinos mercantes, y en arresto domiciliario bajo fianza, cerca de un año, en Barcelona, para estar más cerca de casa. En el juicio celebrado en A Coruña once años exactos después de la catástrofe, solo había tres acusados: Mangouras, para el que la fiscalía pedía 12 años y 43.000 millones de euros de indemnización, el jefe de máquinas del Prestige, Nikolaos Argyropoulos, y López Sors, por indicios de criminalidad al ordenar el alejamiento del petrolero hacia el noroeste, mientras perdía fuel. El único condenado fue el capitán, culpable de un delito de desobediencia grave a las autoridades españolas, sentenciado a nueve meses de prisión, que le fueron conmutados en razón de su edad.
La imagen más vívida de la impotencia e injusticia de un sistema, empezando por el judicial, es haber vivido una catástrofe que afectó a miles de personas y ocasionó daños que nunca se podrán calcular, y contemplar como los únicos que se sentaron en el banquillo eran tres ancianos de pelo blanco. Y saber que hoy, quince años después, si pasa algo así otra vez, nada asegura que la decisión drástica de qué hacer no la vaya a tomar de nuevo, finalmente, un ministro al que molestan en una cena.

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