Álvaro Van den Brule
Al río que todo lo arranca lo llaman violento, pero nadie llama violento al lecho que lo oprime. Bertolt Brecht.
En el año 1467, por primavera, una gran revuelta enmarcada en la crisis del feudalismo se estaba gestando en una Galicia profundamente rural. Un acumulado de agravios que tenían postrado al campesinado, se transformó en una insurrección en toda regla con la aportación adicional e inesperada en forma de ayuda cómplice, de una emergente burguesía urbana que se solapaba a la justificada reacción del permanentemente expoliado campesinado. La sociedad gallega tardomedieval, estaba hastiada de las injusticias cometidas por la aristocracia local, a la que tildaba de malhechores por sus tropelías.
Los Irmandiños tomaron el gobierno de Galicia entre 1467 y 1469. Es la única vez en la historia en ese rincón mágico de España lleno de leyendas e inescrutables orígenes, en que la gente común es realmente protagonista de un acontecimiento de tal calado y a la postre victorioso. Estos extraordinarios sucesos han pasado desapercibidos ante la enorme marea de datos históricos de aparente mayor rango y trascendencia en el conjunto del devenir de la nación, pero en su tiempo dieron una enorme dignidad a un pueblo casi siempre olvidado por el poder central y con frecuencia abandonado a su suerte. El viento huracanado de la revuelta Irmandiña expresa de manera diáfana la crisis del mundo medieval y en cierta medida, el origen de la modernidad.
Impuestos desorbitados, abusos contra la población de toda índole, expolio permanente de sus mermados recursos, manifiesta indefensión ante la nobleza local y un vasallaje más parecido al esclavismo que a una relación con contrapartidas, explotan en el patio trasero de Castilla , enfrentada a una guerra civil de larga duración entre Enrique IV y su hermano Alfonsoque capitaneaba a los nobles levantiscos inspirado por el airado y vengativo Marques de Villena que había sido postergado como favorito o consejero principal, argumentando que la hija del primero (Juana La Beltraneja), no era descendiente biológica de Enrique y propalando sospechas sin fundamento sobre su paternidad (se difundió el bulo de su presunta impotencia). Todo esto estaba afectando sin duda a Galicia en la medida que la fracturada Castilla no podía intervenir a favor de unos u otros, no obstante, Enrique IV buscaría congraciarse con los alzados en armas para evitar que se abriera un frente añadido que habría quebrado sus ya mermados recursos y precaria posición.
Una guerrilla popular y flexible
Aunque la tradición nobiliaria más ruin llamaba villanos a los campesinos que componían esta hermandad, lo cierto es que no eran otra cosa que pescadores, labradores y artesanos. Bien es cierto que muchos de los Irmandiños eran grupos de milicianos con experiencia militar, que funcionaban de una manera elástica y altamente motivada; esto es, se podían articular o agregar en mayor o menor número formando desde patrullas locales hasta destacamentos de alta movilidad.
Dada la compleja orografía gallega su área de intervención era reducida y se ajustaba a actuaciones focalizadas en áreas cercanas a sus respectivas bases con un radio de acción no más allá de un centenar de kilómetros. En realidad, eran eso, muchas hermandades trabajando en “red”.
La motivación les venía dada por la secular agresión de la nobleza local y los abusos que perpetraban de continuo hacia el colectivo campesino. Su flexibilidad táctica les permitía actuar siempre dentro de un ámbito comarcal ya fuera para practicar una emboscada, ya fuera un asedio, o una batalla en toda regla si lo requería la situación. La nobleza gallega estaba empezando a sentir el aliento de la insurrección de forma que se habían replegado a sus fortalezas, que al tiempo iban siendo asaltadas por los enfurecidos agraviados.
Como decía Victor Frankl, “al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa; la última de las libertades humanas, la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino para decidir su propio camino”. Está claro que los gallegos en aquel momento histórico decidieron coger las riendas de ese destino y combatir por su dignidad. Durante los dos años que duraron las hostilidades, más de 140 fortalezas y castillos fueron devastados hasta los cimientos. La alta jerarquía eclesiástica (no el clero de base), cómplice en los abusos y los grandes nobles y su cohorte de servidores, tuvo que huir a Castilla o buscar refugio en Portugal. Nada ni nadie se salvaba de las iras de estas enfurecidas gentes.
Sustancialmente, la Revuelta Irmandiña (por algunos historiadores llamada revolución), estaba claramente definida como una lucha entre los señores y los vasallos. Las líneas maestras de esta desobediencia civil en principio que luego degeneraría en enfrentamiento tenía como objetivo principal “no pagar” rentas ni cumplir con los onerosos servicios feudales, comenzando por las obligaciones militares. No hay que confundir esta revuelta largamente larvada que estalló el termostato de la paciencia de los gallegos con las revoluciones clásicas de los siglos XVII y XVIII en Inglaterra, Estados Unidos y Francia que son predominantemente de corte burgués, o la revolución proletaria de 1917 contra el Zar. La Gran Revuelta Irmandiña es más bien una transición desde el feudalismo hacia aquel nuevo orden del Antiguo Régimen que no era otra cosa que un maquillaje burdo de la estructura clásica de poder, esto es, los mismos perros pero con diferentes collares.
En primera instancia, estas hermandades recibieron ayuda rotunda de los “mandos intermedios” de la Iglesia y en parte del Reino de Castilla. No hay que olvidar que en nuestra crepuscular Edad Media, los monasterios, conventos y otras propiedades de la Iglesia serían intervenidos o enajenados directamente por las “autoridades” en beneficio propio. La Santa Hermandad devolvería la mayoría de los bienes confiscados por la nobleza laica a sus originales propietarios. De hecho, gran cantidad de clérigos no solamente confraternizaban con los sublevados, sino que directamente se enrolaban colmando de bendiciones sus acciones.
Un reflejo del fracaso de la clase dirigente
Dos años después, tres ejércitos señoriales entran en Galicia desde Ponferrada, Salamanca y Portugal. Cerca de Santiago, el ejercito Irmandiño sufre un serio revés pero su moral sigue intacta. Su líder natural, Pedro de Osorio, esperaba unos refuerzos que nunca llegarían. Alejados de todo derrotismo y con un espíritu belicoso intacto, la Hermandad se refugia en las escasas fortalezas que quedan y resiste heroicamente, unas veces echándose al monte directamente, las otras entregándose a la voracidad del destino.
Por razones más propias del caprichoso azar y a pesar de todas las adversidades, la suerte les visita y un viento casual sopla a su favor. Otra vez los nobles feudales se enzarzan entre ellos por fruslerías y prefieren tener cerca a los bien organizados campesinos, por lo que deciden no acabar con ellos, para así utilizarlos y enfrentarlos sectariamente a conveniencia, más allá de que no es de recibo cargarte a aquellos que puedes deslomar prudentemente sin llevarlos a situaciones extremas. Los Irmandiños resolvieron los problemas de su tiempo, habrá que ver si nosotros somos capaces de hacer lo mismo ante los retos actuales.
La revuelta Irmandiña no fue más que el reflejo del fracaso inapelable de una clase dirigente que trataba como ganado a sus vasallos. Decía Juan Domingo Perón, nada sospechoso de ser un antisistema, que cuando los pueblos agotan su paciencia suelen hacer tronar el escarmiento.
El que suscribe, lejos de los sanedrines que alojan lo más florido de la inhumanidad, piensa que el universo siempre conspira a favor de los soñadores.
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