Juan José Téllez
Lo dijo Rouco Varela, durante los católicos funerales de Estado laico en memoria de Adolfo Suárez: los hechos y las actitudes que causaron la Guerra Civil, la pueden causar de nuevo. ¿A qué se refería? A lo peor, el cardenal y arzobispo de Madrid, tiene información de primera mano sobre la preparación de un inminente golpe de Estado reaccionario. De ser así, debería ser más claro, antes de que Pilar Urbano lo saque en alguna nueva edición del expediente X del 23-F.
Hace tres cuartos de siglo, 500.000 españoles cruzaban la frontera francesa huyendo del nacional-catolicismo, por llamarlo de alguna manera, que había vencido por tongo a la Segunda República, en una cruenta guerra fratricida. Otros huían por mar hacia Orán, en Argelia. Y aún algunos ganaban Marruecos, en su tocata y fuga. A algunos les esperaba América –especialmente México, aunque también Argentina–, pero muchos se quedaron a pelear contra el Reich, murieron en campos de concentración o lograron ser los primeros en entrar en el París recuperado, a bordo de la división de Leclerc.
Tres generaciones después de que terminase aquella barbarie y empezara otra, la de la posguerra, siguen mareando la perdiz los herederos ideológicos de aquella caterva de falangistas, filofascistas, filonazis, carlistas, curas trabucaires, derechones, monárquicos y terratenientes. En ningún país democrático de Europa, salvo en el imaginario revisionista de la extrema derecha, se mantendría durante mucho tiempo el albur de que la culpa de la Segunda Guerra Mundial la tuvo la avaricia de los judíos. Sin embargo, aquí se sigue atribuyendo, por activa o por pasiva, la responsabilidad de que los rebeldes se sublevaran al gobierno legítimo de la Segunda República cuyo Frente Popular había sido elegido mayoritariamente por los españoles seis años antes del alzamiento que terminó protagonizando Francisco Franco.
Claro que durante la República niña, gobernada por la derecha durante un tercio de su exigua existencia, se cometieron excesos: ardieron iglesias –“no es eso, no es eso”, corrigió José Ortega y Gasset–, hubo intentos revolucionarios como la fallida huelga general de 1933 que acabó en la matanza de Casas Viejas o la revolución de octubre de 1934 en Asturias que sigue dando un pretexto teórico fantástico a la caverna para entonar el “y tú más”, o no se avanzó con suficiente energía en reformas económicas y sociales que hubieran podido frenar los efectos del crack del 29 sobre los españoles más vulnerables, que eran legión.
No obstante, sus aciertos también fueron notables y ahora pretenden difuminarse de un plumazo, desde la profundización democrática que supone simplemente el hecho de que el jefe del Estado no venga determinado por la sangre hasta el sufragio universal que otorgó el voto a las mujeres. Por no hablar de la regulación del divorcio y del matrimonio civil, en el ámbito social, o el equilibrio entre el poder económico y los trabajadores con el fortalecimiento de los sindicatos.
¿Cuáles fueron las causas de la guerra, según Rouco? ¿Tal vez los éxitos de los republicanos en vez de sus fracasos? Convendría que se explicara, porque sus colegas de profesión apoyaron abiertamente al fascismo en aquella hora crucial de nuestra historia. Quizá esté pensando en el señuelo del separatismo, que en el 36 hizo furor y que ahora puede volver a ponerse en voga por el choque de trenes entre la Generalitat y La Moncola, cuando en el País Vasco ETA confunde el desarme con un mercadillo de artillería ligera y Mariano Rajoy piensa que, con meterse a sí mismo en un cajón, todo acabará resolviéndose por ciencia infusa.
Había un paro del copón entonces. Del de ahora, ni hablamos. La reforma agraria no llegó a buen puerto y al final los latifundios se han ido parcelando por sus propios dueños y a golpe de talonario de la Unión Europea.
El arzobispo de Madrid debería saber que, en el fragor de la batalla, la Falange intentó su revolución pero el franquismo la terminó hermanando a sangre y fuego con los tradicionalistas. La CNT también ensayó la suya y el PCE lo único que logró fue aplicar la estrategia del ojo por ojo y que José Stalin prestara apoyo a la causa republicana, algo que no hicieron las potencias occidentales que estuvieron apoyando a los sublevados hasta que se dieron cuenta de que era contagioso y Adolf Hitler ya iba camino de Polonia. Al final de aquellos días, a los muertos del bando ganador se les honró como mártires de la victoria. A los que defendieron la democracia, los seguimos buscando por las cunetas. Muchos de los primeros siguen presentes en los rótulos de calles y plazas o en la estatuaria local. A los otros, se les condena a otra ejecución, a otra cárcel o a otro exilio, el del olvido.
Quizá hubiera motivos para que, en esta ocasión, fueran los parias de la tierra, los proletarios de esta crisis, quienes se unieran para darle la vuelta a la tortilla. No hay caso: la nueva Ley de Seguridad Ciudadana acabaría en un plis/plás con sus huestes con tan sólo utilizar el gas mostaza de las sanciones que ya se aplican. Los pobres, lo que se dice pobres, sólo se unen en los comedores de la caridad. Y la clase media está demasiado preocupada en pagar la hipoteca antes de que le desahucien.
La revolución no está ni se la espera. Y el golpe de Estado ya no hace falta: seguimos pagando el endeudamiento privado con dinero público, aumentamos ligeramente el empleo pero lo precarizamos, los intelectuales emigran en vez de exiliarse, dinamitamos la enseñanza pública y legislamos para quienes tienen todo, tengan más y además ni se preocupen de las reacciones sociales. Así, por ejemplo, tras subir las tasas en los juzgados y semiprohibir el aborto, Alberto Ruiz Gallardón pretende ahora amordazar a las asociaciones judiciales y a los decanos a fin de que no enturbien las largas instrucciones.
Para desbaratar el paralelismo histórico que podrían esconder las palabras de Rouco Varela, bastaría decir que el PP no es la CEDA, a pesar de las apariencias y de que el ministro Margallo haya permitido que tiranos como Teodoro Obiang Ngema derrame lágrimas de cocodrilo en memoria de Adolfo Suárez. De hecho, el único levantamiento contra el poder constituido que se ha producido hasta ahora en las filas del partido gobernante, ha sido el de Esperanza Aguirre cuando arremetió contra una motocicleta de la Policía Local de la ciudad en la que llegó a ser, por cierto, concejala de Medio Ambiente.
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