Arturo González
Si pudiera renunciaría a mi condición de demócrata y condenaría a todos los diputados del Partido Popular a que sus hijos pasaran hambre durante seis meses. Como se sabe y está documentado por UNICEF y Save the children, un buen número de niños españoles de todas las Comunidades pasan hambre porque sus padres no los pueden alimentar. Y el PP, con su mayoría absoluta y en contra de todos los demás grupos parlamentarios, pospuso ayer seis meses un plan urgente contra la pobreza infantil y se han mostrado insensibles al anuncio de que al cierre veraniego de los colegios miles de niños no comerán lo mínimamente necesario.
Será crítica fácil, barata y sensiblera, pero no hay nada más importante que denunciar la ruindad moral de quienes disponen del dinero de los españoles y lo emplean para otros menesteres distintos a los de combatir el hambre de los niños, que se constituyen así en las primeras y más indefensas víctimas de una sociedad podrida hasta los tuétanos. En medio de la ola de corrupciones que se descubren a diario, en medio de la dureza y amenaza contra pensiones, salarios y desempleados, en medio de la desfachatez ética que prodigan, en medio de tanto despilfarro y sobresueldo encubierto, resulta aterrador que estos macarras de alma jueguen con el hambre. Su condición de personas queda en entredicho, la representación política que ostentan se prostituye, y sus conciencias se convierten en un escorial de miseria mental.
¿Qué recuerdos guardarán esos niños cuando crezcan, qué legítimo rencor habrán acumulado, con qué ojos verán el mundo, qué grado de compromiso tendrán con la sociedad que les ha humillado y vejado? Unos gobernantes que no han sido capaces ya no de la justicia sino ni siquiera de la caridad más elemental, que obvian lo primordial. Se ha conseguido frivolizar el hambre, que ya es una palabra cuyo significado ya no nos estremece con su sola pronunciación. En un país con una renta per capita aún bastante aceptable de 30.400 dólares, que pone de manifiesto la brutal desigualdad económica entre sus habitantes.
¿Qué recuerdos guardarán esos niños cuando crezcan, qué legítimo rencor habrán acumulado, con qué ojos verán el mundo, qué grado de compromiso tendrán con la sociedad que les ha humillado y vejado? Unos gobernantes que no han sido capaces ya no de la justicia sino ni siquiera de la caridad más elemental, que obvian lo primordial. Se ha conseguido frivolizar el hambre, que ya es una palabra cuyo significado ya no nos estremece con su sola pronunciación. En un país con una renta per capita aún bastante aceptable de 30.400 dólares, que pone de manifiesto la brutal desigualdad económica entre sus habitantes.
Desde hoy miraré con asco a estos diputados, los consideraré salteadores de los caminos de la razón, no me interesará nada de lo que legislen y digan, no respetaré a quienes les votaron y piensan seguir votándoles.
El Parlamento se ha convertido, gracias a estos señores, en una casa de lenocinio político, una lonja de intereses espurios, una feria de estafadores morales, una guardería siniestra, un cubo de la basura a donde los niños españoles no pueden acudir a recoger desperdicios, el Museo de los horrores de la ternura y la democracia.
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