xoves, 8 de xaneiro de 2015

Morir de risa

David Torres
http://www.publico.es/
Stéphane Charbonnier dibujó una vez una caricatura suya y le puso un lema que hoy suena escalofriante: “El humor o la muerte”. Han sido las dos cosas, el humor y la muerte, pero no es culpa suya, ni de los otros cuatro dibujantes, dos policías y el resto de víctimas asesinadas en el brutal ataque contra la redacción de la revistaCharlie Hebdo, haber llevado la opción a sus últimas consecuencias.
Ayer las risas se cortaron de golpe desde un barrio de París. La risa, que es una de las grandes conquistas de la cultura occidental, ese absurdo derecho a curvar la boca y convulsionar el pecho, ese movimiento muscular incontrolable que, en mi opinión, merece sentarse al lado de la democracia, la medicina, la música, la novela y lo que ustedes quieran, como uno de los grandes logros de nuestra cultura. O dicho de otra manera, sin la risa no hay música ni novela ni democracia ni medicina ni cultura que valgan. Es la risa, no el amor ni la religión, lo que nos distingue de los animales, es la risa lo que eleva a Sherezade por encima del Corán y al Quijote por encima del Nuevo Testamento.
Sin embargo, en su salvajismo elemental, la masacre parisina mezcla y funde diversas perspectivas, estructuras, ideologías y épocas: la religión y la política, el islam y la libertad de expresión, la cultura y la barbarie, el siglo XX y la Edad Media. Nos causa desazón y pánico que la sangre haya bañado otra vez París, una de las urbes más civilizadas del planeta, aunque matanzas como la de ayer las sufren todos los días gente como usted y como yo en Kabul, en Bagdad, en El Cairo, y por las mismas razones. Lo más terrible es que, si mueren muy lejos, no nos importan nada un niño desmenuzado por una bomba o una mujer asesinada a pedradas, que no hacemos nada para ayudarlos, que pensamos que allá ellos y que, además, creemos estar a salvo. Una grave equivocación, como pensar que el ébola va a detenerse en África.
Ellos, los cientos de millones de musulmanes inocentes, representan el primer frente en una nueva forma de guerra que ya no tiene frentes ni fronteras ni ejércitos. Ahora el frente está en todas partes, en Islamabad, en Bali, en Nueva York, en Berlín, y la carne de cañón somos todos. Los asesinos están entre nosotros; ya sabemos que, lo mismo que sucedía con Al Qaeda, buena parte de los voluntarios del Estado Islámico, la nueva bestia negra apadrinada por la CIA, proceden de Europa. A última hora se acaba de confirmar que los autores de la masacre son tres jóvenes franceses y que uno de los policías muertos es musulmán.
En medio, en un revoltijo ideológico de puta madre, están mezclados el terrorismo fundamentalista islámico y la insensata política exterior estadounidense, el ajedrez ruso y el parchís chino, la catástrofe siria y la tragedia kurda, la maquiavélica estrategia israelí y la criminal abulia europea. Pero en occidente sólo nos despertamos a tiros, cuando una marejada medieval ametralla un barrio de París, lo mismo que hace una década reventó el corazón de Madrid y el de Londres. El espacio y el tiempo son relativos, decía Einstein, aunque pensábamos que lo de la relatividad era otra historia. Creíamos vivir en un edén, un absoluto histórico donde nuestras creencias y conquistas parecían intocables, olvidando que las libertades de las que hoy disfrutamos costaron, y siguen costando, ríos de sangre. Ayer doce franceses pagaron con la suya el sacrosanto derecho a la risa. En el mismo momento del ataque publicaban una viñeta mofándose de Abu Bakr al-Baghdadi, el cerebro asesino del Estado Islámico, el califa que quiere ser califa en lugar del califa. “Y sobre todo la salud” les gritaba a sus seguidores. Nosotros, los que aún podemos, deberíamos gritar, llorar, reír bien alto. Aunque ya no tenga ni puta gracia

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