xoves, 16 de abril de 2015

Gracias Charlie Parker por Julio Cortázar

Ulises Argandona 

La muerte improvisó un final extraño pero armónico con lo que había sido su vida para Charlie Parker. Murió de un ataque al corazón en plena carcajada, sentado frente al televisor en la suite de hotel de una aristócrata blanca de mediana edad, mientras veía un programa musical. Tenía 34 años y los órganos de un hombre anciano, consecuencia de las drogas y el alcohol. Parecía que el tiempo hubiera pasado por él más rápido que por las manillas del reloj. El tiempo, a fin de cuentas, fue lo que le pasó por encima, como una apisonadora mitológica y contradictoria. Su corazón explotó, exhausto de paradojas temporales. Se celebró por él un funeral cristiano, a pesar de su conocida aversión por todo lo celestial. Había sido uno de los mejores saxo alto jamás escuchados, revolucionado el jazz clásico, abriendo la puerta del bebop, y propició, sin saberlo, una de las mayores joyas literarias del siglo pasado.
Charlie Parker, años 40 / Foto: Getty Images

No se puede escribir sobre Charlie Parker. Digámoslo cuanto antes —y lo hacemos ya tarde, entrados en este segundo párrafo—. No se puede escribir sobre Charlie Parker después de haberlo hecho Julio Cortázar. Porque todo lo que se pueda expresar sobre los significados de Bird y su música está escrito de la más bella manera posible en El perseguidor, el largo relato que Cortázar escribió después de la muerte del saxofonista.

¿Cómo seguir entonces este artículo? Después de que el cronopio mayor lo dijese todo, sólo se puede continuar con la conciencia y el aviso de que el resultado no será más que un vano agradecimiento por dos genios desaparecidos, una divagación nostálgica, acaso una nota en un diario violado. Enfrentados a tal destino, vayamos a su conquista.

El tiempo, ese maldito cirujano, ese secuestrador inclemente, es el motor de El perseguidor, el conflicto del que nace la música de Charlie Parker, y finalmente también el asesino del genio. Cuando Charlie Parker murió, el 12 de marzo de 1955, Cortázar se encontraba en búsqueda de personaje para una historia sobre tal concepto y sus diferentes formas de sustanciarse en las personas, sobre cómo a veces en un minuto de reloj transcurren las meditaciones necesariamente de quince minutos más —por poner un número—. Es una especie de llave a la eternidad. Cortázar andaba buscando personaje para un hombre que poseyera la suerte y la desgracia de experimentar a menudo tales saltos horarios, y todo el mundo entenderá que no estamos hablando de una trama fantástica de viajeros temporales… Necesitaba un artista, un ser con una capacidad tal de imaginar que se viera obligado a salir del cronos —el tiempo del reloj— y pensar y sentir bajo los efectos del aion —el tiempo con el nombre del dios griego de la eternidad—. Pero no lo encontraba, no se decidía, hasta que el diario le trasladó el fallecimiento de Charlie Parker, allá en Nueva York. Había encontrado a su héroe triste.

El personaje protagonista de El perseguidor es Johnny Carter, alter ego de Charlie Parker, y la historia la de los últimos avatares de un genio del jazz destruido por la droga y las dudas metafísicas, la de los efectos de un talento desbordante en una mente común. El retrato que Cortázar hace de Carter/Parker es de una profundidad abisal. Presenta al músico terrenal y al ateo místico, al genio inconsciente y al pobre diablo. Pero el retrato o el paisaje de más repercusión que el argentino dibuja no es el del protagonista superlativo, sino el del París nocturno e intelectualizado, el de los cafés del humo y los diletantes, el de la mala conciencia pequeñoburguesa de los tipos como él, perseguidores de gente mundana pero misteriosamente excepcional, como Johnny, o como la Maga. Porque si algo hay que agradecerle a Charlie Parker es que propiciara la eclosión del mundo de Rayuela. El propio Julio así lo reconocía: “Fíjate, me di cuenta muchos años después que si yo no hubiera escrito El perseguidor, habría sido incapaz de escribir Rayuela. El perseguidor es la pequeña Rayuela”.

Charlie Parker era un genio y un bruto, el tipo de persona que pone en evidencia al resto de sus congéneres, sin maldad, sin proponérselo. Personas cuya existencia es nociva para quienes les rodean, incluso su ternura es tóxica, su talento es perjudicial para el buen vivir. “Es terrible que un hombre sin grandeza alguna se tire de esa manera contra la pared”, dice en un momento el personaje de Bruno —el crítico de jazz que narra la historia de Johnny/Charlie—, lamentando y maldiciendo al genio básico, al héroe temerario, al que se oculta con una máscara en un gesto de conmiseración hacia el resto de pobres tipos perdidos en el mecanismo de un reloj.

No se puede escribir sobre ti, Charlie Parker, que no estás en ninguna parte ya —como tú bien sabías—. Solo se te puede dar las gracias. Gracias por las cosas que quizás no te satisficieran, como “el soplido perfectamente perceptible que acompaña algunos finales de frase, y sobre todo la salvaje caída final, esa nota sorda y breve que me ha parecido —a Bruno/Cortázar— un corazón que se rompe, un cuchillo entrando en un pan…”. Gracias Charlie por haber propiciado, sin saberlo, el surgimiento de al menos dos de las más altas y bellas cumbres literarias del siglo en que viviste. Gracias Charlie Parker por Julio Cortázar.

Ningún comentario:

Publicar un comentario