venres, 19 de abril de 2013

Anne Sexton unha pelexa desigual coa propia sombra.


IMITACIONES DEL AHOGAMIENTO

El miedo
a ahogarme,
el miedo a estar así de sola,
me mantuvo ocupada haciendo un trato
como si pudiera comprar
mi huida de todo esto
y funcionó durante dos años
y todo julio.
Este agosto empecé a soñar que me ahogaba. Mi agonía
seguía y seguía en un agua clara, blanca como estaño,
como la ginebra que me bebo cada día por las tardes.
Bajando por última vez, el último aliento sostenido en la afonía,
lucho con anguilas como cuerdas – es éter, es extraño,
y luego al fin se acaba. Ahora llegan los carroñeros, cobardes,
los rudos rastreadores que regresan a limpiar el fondo del mar.
Y la muerte, esa vieja carnicera, no volverá a molestar.

Yo
nunca había
tenido antes este sueño
salvo en dos ocasiones, cuando mis padres
se aferraban a balsas y se sentaban juntos a esperar la muerte,
congelados
como fotografías obscenas.

¿Quién escucha a los sueños? Sólo símbolos de algo,
como el dinero para el psiquiatra o el postizo de tu madre bien colocado,
el brazo que casi perdí en la calandria del aseo –valientes,
seguimos al miedo hasta su entraña, pulsamos viejas cuerdas.
Pero el ahogamiento de verdad es para otros. Demasiado
grande para acomodarlo en tu boca, te mete aguijones ardientes
en tu lengua y vómito en tu nariz mientras tus pulmones se desgarran.
Arrojada como un perro mojado por ese malabarista, mueres despierta.

El miedo,
un motor,
me bombea y da vueltas y vueltas
hasta que me desmayo lentamente
y la gente se ríe.
Me desmayo, una vieja ciclista
cuyas probabilidades se miden
en gráficos de actuario.

Este fin de semana los diarios venían de negro luto con los nuevos fallecidos
en las carreteras y en Boston el estrangulador encontró una nueva víctima
y estábamos en Truro bebiendo cerveza y firmando cheques.
Los otros montaban las olas, dirigiendo balsas como trineos.
Nadé – aunque la marea entraba como diez mil orgasmos.
Nadé – aunque las olas eran más altas que caballos de jeques.
Me encerraron en aquel armario, hasta que, mordiendo la puerta,
Me arrastraron fuera, goteando orina sobre al orilla arenosa y desierta.

¡Respira!
Y sabrás…
una hormiga en un cazo con chocolate,
hierve
y te rodea.
No hay noticias en el miedo
pero al final es el miedo
el que te ahoga.


QUERER MORIR
  
Me preguntas pero casi nunca puedo recordar.
Yo camino con mi ropa, impoluta de ese viaje.
Luego, el deseo casi innombrable vuelve.

Incluso entonces nada tengo contra esta vida.
Conozco bien las briznas de hierba que mencionas,
los muebles que has puesto bajo el sol.

Pero los suicidas tienen un lenguaje especial.
Como carpinteros, quieren conocer con qué herramientas.
No preguntarán por qué construir.

Me he afirmado dos veces con facilidad,
he poseído al enemigo, he comido al enemigo,
he aprendido su arte y magia.

De esta forma, densa y reflexiva,
más caliente que el aceite o el agua,
he descansado, baboseando por la boca de la máscara.

No pensaba en mi cuerpo ante la aguja.
Incluso había olvidado la córnea y aquellos restos de orina.
Los suicidas ya han traicionado al cuerpo.

Nacidos muertos, no se matan siempre,
pero deslumbrados, no olvidan una droga dulce,
tan dulce que hasta los chiquillos mirarían y sonreirían.

¡Toda esa vida escondida en tu lengua!-
eso, se convierte en pasión.
La muerte es un triste hueso; magullado, me dirías

y, no obstante, ella me espera, año a año,
para deshacer con sutileza una vieja herida,
para extraer mi aliento de su horrible cárcel.

Allí, en equilibrio, los suicidas se encuentran,
arrasando fruta, una luna hinchada,
dejando el pan que equivocaron por un beso,

dejando abierto el libro por descuido,
algo no hablado, el teléfono descolgado
y el amor, no importa lo que fuera, una infección.


UN HIMNO POCO COMPLICADO

es lo que quería escribir.
¡Existía esa canción!
Una canción para tus rodillas,
una canción para tus costillas,
esos árboles delicados que entierran tu corazón;
una canción para tu repisa de libros
donde veinte patos soplados a mano se sientan en una fila veneciana;
una canción para tus tacones altos de vestir,
tu patinete rojo fuego,
tus veinte dedos sucios,
el punto de aguja que empiezas
y nunca logras acabar;
tus cuadros pintados a la témpera,
todos los ángeles gesticulando,
una canción para tu risa
que sigue blandiendo una cuchara en mi sueño.

Incluso una canción para tu noche
como en la ola de calor del verano pasado
cuando la fiebre te llegó a 40 durante dos semanas,
cuando dormías, la cabeza en el umbral de la ventana,
los labios tan secos como viejas gomas de borrar, tu sed
brillante y profunda mientras te daba agua en cucharadas,
tus ojos cerrados a los bichos de verano que te golpeaban,
los labios moviéndose, musitando,
enviando cartas a las estrellas.
Soñando, soñando,
tu cuerpo un barco,
goleado por tu vida y mi muerte.
Tus puños tensos como una pelota,
pequeño feto, pequeño caracol,
arrastrando una rabia, un resto de rabia
que no puedo deshacer.

Incluso una canción para tu vuelo
cuando caíste de la cabaña del árbol del vecino,
cuando pensaste que estabas caminando sobre un sólido aire azul,
pensaste, ¿por qué no?
y luego, simplemente dejaste atrás los tablones
y saltaste al polvo.

Oh pequeño Ícaro,
masticaste una nube, mordiste el sol
y llegaste dando vueltas abajo, la cabeza primero,
no al mar, sino fuerte
sobre la compacta y dura grava.
Caíste sobre tu ojo. Caíste sobre tu barbilla.
¡Qué moratón en el ojo! Te desvaneciste
y luego volviste a rastras a casa,
un personaje de cuento noqueado
en mis brazos.

Oh niña que cayó en el cuento,
te llamé Joy.
Por sí sola, esa es la canción de alguien.
Al porte nombre nombré
todas las cosas que eres…
excepto la zanja
donde te dejé una vez,
como una raíz vieja que no se sujetaría,
aquella zanja donde te dejé
mientras navegaba en la locura
sobre los edificios y bajo mi paraguas,
navegué durante tres años
así que la primera vela
y la segunda vela
y la tercera vela
se quemaron solas en tu tarta de cumpleaños.
Esa zanja que quiero olvidar tanto
y que tú tratas cada día de olvidar.

Incluso aquí en tu foto de colegio
cuando repetiste tercero,
atrapada en la necesidad de no crecer –
aquella pequeña prisión –
incluso aquí mantienes alzada la barrera
con una sonrisa que muere asustada
mientras oculta tu diente torcido.
Joy, te llamo
y sin embargo tus ojos justo aquí
con sus estores medio echados sobre las miras de rifle,
sobre tu enorme conocimiento,
sobre los pececillos azules que saltan adelante y atrás,
sobre calles distintas, habitaciones extrañas,
sillas de otras personas, comida de otras personas,
preguntas “¿Por qué me encerraron en el sótano?”

Y tengo palabras,
palabras que persiguen mis talones,
palabras a la venta podrías decir,
y tablas de multiplicar y caligrafía,
y te olvidas de enseñar a mis dedos
a hacer la cuna de gato o la escoba de bruja.
¡Sí! Tengo instrucciones antes de la cena
y abrazos después de la cena y todavía esos ojos –
lejoslejos,
pidiendo himnos…
sin culpa.

Y sólo puedo decir
que un himno poco difícil
es lo que quería escribir
y, sin embargo, sólo aparece tu nombre.
Existió esa canción,
pero está magullada.
No es mía.
Algún día saltarás a ella
como saltarás fuera de la inclinación de esta casa.
¡Será un festejo, un desfile, una fiesta!
Después volarás.
Realmente volarás.
Después tú, simplemente, tranquilamente,
harás tus propias piedras, tu propio plano de la casa,
tu propio sonido.

Quise escribir ese poema
con esas músicas, con guitarras sonando;
intenté, desde los bordes del sonido,
extraer esas hordas de ruido;
intenté en la rompiente
capturar la estrella de cada barco;
y al cerrar las manos
busqué sus casas
y sus silencios.
Encontré sólo una.

                  fuiste mía
                  y yo te presté.

Busco himnos poco difíciles
pero el amor no tiene ninguno.

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