SANTIAGO
ALBA RICO
Las elecciones del pasado 20 de noviembre marcan sin duda un punto de reflujo importante en su visibilidad inmediata. Como escribí entonces, su potente fuerza deslegitimadora no podía verse de ninguna manera reflejada en las urnas o sólo de manera negativa o incluso paradójica. La victoria del PP, en efecto, es inseparable del estruendoso batacazo del PSOE, indisociable a su vez de la formidable pujanza del movimiento que comenzó en la Puerta del Sol en mayo del año pasado. Podemos decir que, por una contradicción al mismo tiempo dolorosa y prometedora, la mayoría absoluta de Mariano Rajoy y de su demoledor programa económico es el resultado directo del aumento en España, y no al contrario, de la resistencia contra el neoliberalismo y los mercados. O que la derrota de Zapatero –enunciado de otra manera– fue una derrota de la derecha que el actual marco electoral no podía de ninguna manera ni registrar ni celebrar y que, peor aún, sólo podía entregar a la derecha más extrema.
Pero esa victoria abrumadora del PP, que agrava sin duda la situación y dificulta las luchas, revela también dos cosas muy importantes. La primera es que, incluso si muchos votos desperdigados han ido a parar aleatoriamente, como partículas cuánticas, a UPyD, el vector ideológico del 15M es claramente de izquierdas y, aún más, anticapitalista. La segunda es que, frente a la indiferencia apolítica de los votantes del bipartidismo español, la política hoy se defiende y reconstruye al margen de las elecciones, en un mundo paralelo donde no puede tener, al menos a corto plazo, efectos en el gobierno.
La excepción de Bildu sólo pone de manifiesto, una vez más, el carácter excepcional del País Vasco, el único lugar de Europa –anacronismo o vanguardia– donde el electorado está todavía ‘politizado’.
Pérdida de luz
Tras las elecciones, es inútil negarlo, el 15M ha perdido parte de su capacidad para ensombrecer desde fuera, a partir de la luz que desprendía, un sistema cada vez más incompatible con sus propias promesas y cada vez más intolerante con sus propias víctimas. Como no lo esperaba nadie, se esperó quizás demasiado de él. Como surgió al margen de los partidos y organizaciones tradicionales, escapó y sigue escapando a todas las estadísticas. En su reflujo, ha dejado algunos residuos combativos, como las asambleas de barrio, y alimentado algunos impulsos reactivos, como la “marea verde” o las movilizaciones contra los recortes del PP.
No se puede fácilmente calcular su influencia, pero es difícil negar que el consistente apoyo a la huelga del pasado 29 de marzo, así como la masiva participación en las manifestaciones convocadas ese día, deben inscribirse en la acumulación sincopada que se inició hace ahora un año y cuya constelación de efervescencias ceñimos con el nombre 15M. La jornada de huelga, que no modificará la política del gobierno, debe convertirse en el contrapunto cinético del 20 de noviembre, en el fulcro de un nuevo impulso que recoja y entrelace de nuevo todas las conciencias activadas durante los últimos doce meses. La propia confrontación debe servir a partir de ahora, a medida que el PP se vuelva más agresivo en términos económicos y más policialmente represivo, para afinar los discursos y coordinar las estrategias.
Consistencia de los impulsos
Hace unos días mantenía una discusión absurda con un amigo. ¿Cuántas personas hay en España ‘inclinadas’ a la adquisición de un compromiso político firme? ¿Cuántos potenciales militantes de izquierdas han producido el 15M? ¿Cuántos de ellos están dispuestos a afrontar los riesgos de la inevitable politización organizada que demandan las amenazas crecientes del capitalismo? Las cifras son también ‘imágenes’ y ninguna de ellas –“3.000” o “3.000.000”– refleja otra cosa que no sea que el estado de ánimo del contable y la sustancia fluida del fenómeno. No hay que hacerse muchas ilusiones. El 15M no ha vencido a los mercados ni detenido los recortes; ni siquiera ha conseguido hacer dimitir a un ministro o un jefe de policía. Pero no puede decirse que no ha ocurrido nada. Inscrito en la misma falla tectónica de la crisis global capitalista que sacude un poco todo el planeta, desde el mundo árabe a Islandia, desde Grecia a EE UU, el movimiento 15M ha servido de levadura de una toma de conciencia transversal y de enlace consciente entre distintas protestas dispersas; ha modificado, por así decirlo, la composición del aire.
En las situaciones de crisis, no son los datos sino la atmósfera lo que cuenta; cuando se agudizan los conflictos sociales, el destino de una sociedad se juega no en las estadísticas o en los discursos, sino en las emociones inconmensurables de las que se nutren. Lo inesperado del 15M fue que surgiera; pero más sorprendente aún fue que se hiciera las preguntas correctas y que atinara también, de manera más o menos abstracta, con las respuestas correctas. Y que además, de manera muy concreta, construyera los espacios físicos de prácticas solidarias contrarias a la lógica material del capitalismo: la destrucción, el aislamiento, la inmediatez, la digestión. Es la composición del aire la que determina la celeridad y consistencia de los impulsos eléctricos que pueblan la atmósfera. El aire sólo parecía anunciar –como aún anuncia– tormentas de acero y plagas mortales. El 15M no garantiza nada, desde luego, pero su aparición y persistencia dibuja en el aire el embrión de otras fuerzas sin las cuales, no ya la victoria, no, sino la lucha misma es imposible.
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