Octavio Salazar
Profesor Titular de Derecho Constitucional, Universidad de Córdoba
https://www.huffingtonpost.es/
Hace unos días la filósofa Ana de Miguel reflexionaba en un lúcido y necesario artículo sobre cómo en las sociedades formalmente iguales en las que vivimos, las chicas más jóvenes continúan siendo socializadas de acuerdo con unos mandatos que las reducen a meros objetos sexuales. Gracias al consumo creciente de pornografía a través de Internet, pero también a una cultura que reproduce con insistencia el binomio hombre deseante/mujer deseada, ellas son prisioneras de unos modelos que las cosifican y que continúan colocándolas en una posición subordinada. Es decir, las chicas siguen atrapadas en el paradigma de ser para otros esclavas de un cuerpo que ponen a disposición de los varones, de unas reglas del juego en las que, bajo su aparente libertad de elección, tienen todas las de perder.
El artículo de la autora de Neoliberalismo sexual tiene lógicamente su reverso. Es decir, de la lectura de todo lo que en él se plantea sobre las chicas es fácil deducir dónde están los chicos y, sobre todo, qué es lo que se espera de ellos. Esta mirada, que poco a poco empieza a hacerse visible en los estudios de género, nos obliga a poner en el foco en cómo en las sociedades del siglo XXI continúan forjándose las masculinidades y de qué manera los chicos jóvenes no solo reproducen, sino que a veces incluso potencian, los esquemas patriarcales que heredaron de sus padres.
Basta con pensar en los términos contrarios a los que Ana de Miguel se refiere para describir para qué sirven las chicas y tendremos un retrato bastante completo de cómo los chicos jóvenes entienden lo de ser un hombre de verdad. Las mismas referencias que en el artículo comentado se usaban para acercarse el mundo del porno que consumen nuestros hijos y nuestras hijas nos ofrecen, a un solo clic del ordenador, un perfecto manual sobre cómo la juventud entiende el sexo y, con él, no solo cómo se definen las subjetividades masculina y femenina sino también las relaciones entre unas y otras. Una vez más, y es todo un clásico, realmente no estamos hablando solo de cuerpos o deseos, sino que en el fondo lo estamos haciendo de poder.
Si en el porno online, pero también en los vídeos musicales más exitosos, así como en la mayoría de la publicidad que nos persigue por las calles, las chicas aparecen como objetos disponibles para ser deseados y usados, los hombres, lógicamente, aparecemos como los sujetos activos, como los que miramos y deseamos, como los que detentamos el poder y la autoridad para disponer de ellas. Si el modelo para las chicas es la sumisión y la entrega, para nosotros es el dominio y el control. Si ellas parecen reducirse a una suma de orificios penetrables, nosotros continuamos midiéndonos por la potencia de nuestros genitales, por el poderío de un pene –o casi mejor, falo– que es el que parece que continúa otorgándonos en el derecho innato a estar en la parte privilegiada del contrato.
Si ellas parecen gozar sintiéndose dominadas y hasta sometidas a tratos degradantes, nosotros alcanzamos el éxtasis cuando sobre sus cuerpos ejercemos el poder que con frecuencia nos han arrebatado en otros espacios. Si ellas están mucho más guapas calladitas y sumisas, nosotros continuamos monopolizando la palabra. Si ellas parecen hablar un lenguaje en el que para algunos no parece entenderse cuándo no es no, nosotros seguimos empeñados en ser los legítimos intérpretes de las palabras femeninas.
Es urgente pues que nos planteemos qué parte de responsabilidad tenemos unas y otros en mantener e incluso alimentar una cultura machista que continúa generando tantos monstruos y, lo que es peor, tantas víctimas. Las múltiples y necesarias reflexiones que en estas semanas hemos hecho en torno al caso de 'La Manada' deberían reconducirse a lo que entiendo que es el eje esencial de la desigualdad de género y, por tanto, de todas las violencias que sufren las mujeres, que no es otro que una concepción de la masculinidad anclada a nuestra posición de seres dominantes.
Una posición que se nutre perversamente en estos tiempos líquidos y tecnológicos con los mitos del amor romántico y con un entendimiento de la sexualidad que la convierte en un ejercicio más de desigualdad. La desigualdad sexualizada que continúa preparando a los chicos más jóvenes para que se conviertan en feroces depredadores. Justamente lo mismo, y no es casualidad, que les demanda el mercado. De esta manera, la ecuación es perfecta para convertir nuestros deseos en derechos y para legitimar el uso y abuso de las vaginas o de los úteros de las mujeres.
Es urgente, pues, que nos tomemos la educación en y para la igualdad en serio y que, de manera singular, empecemos a trabajar con unos adolescentes, en masculino, que siguen creyendo que son los putos amos. Una educación también en materia de sexualidad que evite que nuestros chicos y chicas continúen maleducándose con los estribillos de Maluma o con ese que cantan Becky G. y Natti Natasha, las cuales dejan claro que si él las llama van para su casa y se quedan sin pijama.
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