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Creo que mi padre nunca planeó ser un revolucionario, mucho menos un nudista famoso. Jamás salía desnudo del baño tras la ducha igual que tampoco levantaba la voz en las cenas navideñas cuando sus cuñados más conservadores criticaban encendidamente a los jóvenes políticos que por aquella época prometían acabar con la corrupción y que él secretamente admiraba. Era callado y bastante gruñón cuando le interrumpíamos sin aviso. Pasaba la mayor parte del tiempo libre en su despacho estudiando medicina y cuando su trabajo como jefe del servicio de urgencias despertaba el interés o la admiración de los vecinos le quitaba rápidamente cualquier valor aduciendo “el mérito lo tienen los que van en las ambulancias o los que tienen que operar bajo las bombas, lo nuestro está chupado”. A nosotras nos daba abrazos de cosquillas o nos cantaba canciones más viejas que la tos antes de dormir. No nos dedicaba mucho tiempo pero nos pedía ayuda siempre que se ponía a cocinar y mientras pelábamos patatas o destripábamos calamares se interesaba por nuestras historias escolares y nos escuchaba de verdad.
La fría mañana en que salió del hospital después de una guardia desnudo a la calle, con su maletín en una mano, el periódico bajo el otro brazo, los calcetines granates y sus zapatos de cordones negros como única vestimenta tampoco creo que imaginara la irreversible sucesión de revoluciones carnales que con aquel simple gesto logró desencadenar. Claro que fue una casualidad que justo cuando le arrestó el primer policía municipal con el que se cruzó, una joven periodista pelirroja y su cámara se acercaran y grabaran las improvisadas pero muy solemnes declaraciones de mi padre:
_Me niego a seguir trabajando en semejantes condiciones, a no poder atender a las personas de otros países sólo porque no tienen una tarjeta de plástico, a verles agonizar en la sala de espera –aquí se detuvo unos instantes con la mirada perdida- cuando han tenido que cruzar el mar en patera. Estoy tan harto que he decidido salir en bolas a la calle, a ver si así alguien nos ayuda a detener esta injusticia.
Mamá y nosotras nos enteramos cuando a la hora de comer nos llamó desde la comisaría, recuerdo que mamá dijo que debía tratarse de una broma y que a nosotras nos dio por reírnos. Ese día papá salió en todos los telediarios y los siguientes en las portadas de prensa. “Jefe de servicio de urgencias protagoniza original protesta nudista contra los recortes y la discriminación en la sanidad pública”. “El doctor nudista denunciado por exhibicionismo dice que lo hizo por solidaridad con las personas indocumentadas”. A la mañana siguiente otras dos médicas hicieron lo mismo seguidas de un director de instituto y varios maestros. Todos salieron desnudos a la calle, incluso una muy embarazada. Fue al tercer día cuando una de las policías que tenía que arrestar a los crecientes nudistas decidió desnudarse allí mismo y unirse a ellos, siendo arrestada por sus propios compañeros. Poco a poco el país fue llenándose de manifestantes que se exhibían desnudos al salir de sus puestos de trabajo, inicialmente, y en cualquier ocasión posteriormente, con pancartas variopintas. En el parlamento los políticos empezaron a debatir sobre la necesidad de reconocer el derecho a la salud universal y varios diputados se despelotaron delante de las cámaras.
Mi padre repitió el gesto en cada salida de guardia: las dos primeras le detuvieron y a la tercera ya le esperaban admiradores y periodistas en corrillos, todos desnudos y dispuestos a impedir que le volvieran a arrestar. Llegaba a casa desnudo, se quitaba los zapatos, se ponía el pijama de cuadros, descolgaba el teléfono e intentaba dormir tras la guardia como si no fuera él el artífice de la protesta nudista. Seguía estudiando todo lo que podía.
Conforme fue entrando la primavera la gente empezó a disfrutar de la desnudez, no ya como protesta sino como forma de salir a pasear y relacionarse. Se formaron grupos de aficionados al nudismo en cada pueblo, se juntaban en círculos en los parques a merendar, en las playas, en las terrazas y hasta en los cines. Bajaron las compras de ropa y de antidepresivos. La primavera nudista llegó a su apogeo con manifestaciones de miles de personas desnudas para deleite de los antidisturbios. Los abrazos cada vez se hicieron más largos y en las revistas se habló mucho de los beneficios del contacto piel con piel. Llegaron las elecciones, cayó el gobierno y los nuevos gobernantes despenalizaron el nudismo como primera medida y luego se enfrascaron en la reforma que permitió la atención sanitaria universal. Mi padre siguió recibiendo abrazos de desconocidos durante años, había gente que se desnudaba nada más verle pasar, pero él insistió siempre en quitarle mérito a su protesta original.
Ahora cuando nos hablan de aquellos tiempos en que nadie iba nunca desnudo por la calle pienso mucho en mi padre. Le pregunté hace poco como se le ocurrió. Me dijo que ni él mismo lo sabía, que no fue nada premeditado, que en aquella guardia vio morir a una mujer africana en la urgencia y se le antojó insoportable y que al cambiarse en el vestuario se dio cuenta de que no podía salir a la calle como si nada, así que salió sin ropa. Lo único que no esperaba, añadió, fue sentir semejante liberación.
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