mércores, 6 de agosto de 2014

Nada nuevo sobre África

David Torres
www.publico.es
El célebre combate entre Alí y Foreman en Kinshasa no fue sólo un hito del deporte y un acontecimiento musical de primer orden sino también un estreno absoluto en la historia del periodismo: quizá la primera vez que el continente negro era noticia por algo bueno, no por una guerra, una hambruna, una matanza o cualquier otra desgracia. Tenía mérito además porque el Zaire, como se llamaba el país por aquel entonces, estaba gobernado por una especie de gángster asesino llamado Mobutu del que se decía que antes de que perdiese su costumbre de robar sería más fácil que los leopardos perdiesen las manchas. Por otra parte, salvo unas pocas y gloriosas excepciones como Mandela o Lumumba, la historia del continente entero aparece mordisqueada de arriba abajo por una jauría de tiranos carniceros absolutamente inverosímiles, gente que parecen personajes descartados en una novela de García Márquez y que Albert Sanchez Piñol recopiló en un libro fastuoso y sanguinario: Payasos y monstruos.
De niño recuerdo las noticias con las que el telediario ilustraba puntualmente la información sobre cualquier punto del continente: niños escuálidos cubiertos de moscas, masacres a tiro limpio, mujeres demacradas, ancianos tristísimos. Había una profunda disonancia entre los libros que yo leía entonces sobre África (tebeos de Tarzán, novelas de aventuras, relatos de viajes) y los desiertos de miseria y de hambre con que la televisión nos amargaba el almuerzo. Todavía no había leído a Conrad, ni entendido el voraz alcance del término “colonialismo”, ni siquiera había caído en la cuenta de que Tarzán era blanco, guapo y fuerte, y sus amigos negros, flacos, sumisos e ingenuos, unos pobres secundarios que generalmente acababan de tapa para cocodrilos o se despeñaban discretamente por un barranco.
Cuando veíamos esas noticias inútiles y terribles (la preciosa niña de color chocolate con las mejillas arrasadas de lágrimas a la que una corona de moscas rondaba en círculos como miniaturas de buitres), mi madre aprovechaba para decirle a mi hermano: “Comételo todo, mira el hambre que están pasando esos críos”. Pero ni mi hermano ni yo entendíamos el mecanismo de la transustanciación, ese milagro digestivo por el cual una cucharada de sopa y un trozo de filete iban a desembocar en el estómago de una niña famélica en Biafra. Ese chantaje alimenticio no era muy distinto a la indignación de doce segundos (que es lo que suele durar la indignación por una hambruna o una guerra remota justo antes de que salga el torso de centurión de Cristiano Ronaldo) o a esos samaritanos sms con los que Bono interrumpía un concierto de U2 para barnizar su conciencia antes de la ducha y la ensalada.
Estos días África asoma en los telediarios con una epidemia de ébola, más de setecientos muertos y un virus letal que puede saltar a Europa cualquier día de estos. Qué miedo, tú. Por lo que no hay preocupación ninguna es por la hambruna que está matando a docenas de miles de personas en Sudán del Sur: este verano hay demasiada competencia funeraria en Gaza, en Siria, en Ucrania, como para perder un minuto de telediario o una hoja de periódico en una tragedia repetida y puntual como la Semana Santa. Además, elegir entre el ébola en Guinea Conakry y el hambre en Sudán es como elegir entre susto y muerte. En África el periodismo feliz nació en Kinshasa en un combate de boxeo por el cetro mundial de los pesados y murió en Johannesburgo con un encuentro de rugby entre los All Blacks y los Springboks. Rebañemos bien el plato, que hay mucha gente pasando hambre.

Ningún comentario:

Publicar un comentario