xoves, 26 de setembro de 2013

La política llega tarde

JOSEP RAMONEDA


Nuestros políticos no afrontan nunca las situaciones hasta que se hacen insostenibles.

Los Gobiernos tienden a ser conservadores. Las inercias del ejercicio del poder generan alergia a los cambios. Estos solo llegan bajo presión, es decir, en el peor momento. En política, el principio más vale prevenir que curar tiene pocos adeptos. Por eso en tiempos inciertos como el nuestro cunde la sensación de que la política siempre llega tarde. Y a remolque del poder del dinero. ¿Es esta “la evolución natural del mundo” a la que se refiere Mariano Rajoy? Mientras el sistema político se cae a trozos, las únicas reformas que Rajoy emprende son aquellas destinadas a recortar las condiciones de vida de los que tienen menos (salarios, pensiones, subsidios) y aumentar los privilegios de los que tienen más, con la transferencia masiva de dinero de todos a los bancos y la privatización de servicios públicos básicos.

El régimen surgido de la Transición —treinta y cinco años ya— hace tiempo que da muestras de desgaste. La propagación de la corrupción, la evolución del sistema autonómico hacia formas de caciquismo posmoderno, la crisis de l’Estatut, que culminó con la decisión del Constitucional de enmendar el voto de los ciudadanos de Cataluña, la ceguera (o complicidad) de la política ante los disparates financieros que llevaron a la crisis, y el escándalo Bankia, icono de la promiscuidad entre política y dinero, son algunas de las señales que desde hace tiempo nos iban recordando que este régimen no funciona. Nadie hizo nada. El resultado es que el deterioro institucional se ha hecho imparable. Estos días, son noticia la cúspide del régimen y el soporte físico-histórico del Estado: la Corona y la estructura territorial. Rubalcaba, por fin, habla de reforma de una Constitución que la mayoría de españoles no tuvieron ocasión de votar porque no tenían 18 años. Rajoy, como siempre, no ve “razón alguna” para los cambios. Siempre me han fascinado estos miedos inefables que algunos parecen sentir: temor de Dios, temor de la Monarquía, temor de la nación, temor del dinero, temor de la Constitución. Demasiados intocables para una sociedad democrática.



La Monarquía, un anacronismo evidente, se funda en la legitimidad de sangre y no en la de los votos. Sus bazas son el carisma del Rey, como portador de lo atávico, de lo permanente, del cuerpo de la nación, y la familia, que es la vía de transmisión del poder. El Rey está enfermo, atrapado además en una cadena de errores reconocidos, en parte, por él mismo; la familia está en crisis, con asuntos de dominio público; y el agrio aroma de la corrupción ha alcanzado a la Casa del Rey. La única certeza que tenemos es que el Rey no tiene la menor intención de abdicar, según se proclamó en la primera conferencia de prensa de la historia de la Zarzuela, con escenografía propia del politburó de la URSS. Y el Gobierno dice que no hay nada que reformar. En treinta y cinco años, nuestros representantes han sido incapaces siquiera de regular la abdicación del Rey. “Reflexión pausada y prudencia”, pide de Cospedal. ¿Treinta y cinco años más? Siempre hay una excusa para que nada cambie. Unos dicen que cualquier movimiento sería precipitado antes del desenlace del caso Nóos. Otros, que la situación de Catalunya desaconseja cualquier mudanza. ¿Alguien cree realmente que, en las circunstancias actuales, el Rey puede ejercer alguna función arbitral? La norma de nuestros políticos aconseja no afrontar nunca las situaciones hasta que se hacen insostenibles. Y cuando eso ocurre, por lo general, ya es tarde.

Es lo que está pasando en relación con Cataluña. Al PP y al PSOE les cuesta enormemente construir una respuesta alternativa a la secesión. Primero, perdieron mucho tiempo negando la realidad, en parte porque para ellos el problema entraba en el ámbito de lo impensable. Después se han enrocado en la legalidad, convirtiendo un problema político en jurídico, forzando de esta manera enormemente las costuras de las instituciones. El Tribunal Constitucional es una víctima evidente de esta dejación de responsabilidades de la política. Y finalmente, cuando algunos, como Rubalcaba, asumen que algo hay que cambiar (Rajoy sigue en lo suyo: vivimos en el mejor de los regímenes posibles), hay quien sospecha que el momento adecuado ya pasó. El eterno pánico al cambio lastra el atrevimiento necesario para las soluciones audaces que requieren los problemas estructurales. Ante esta parálisis selectiva del régimen, no es extraño que cunda la idea de que la política llega tarde a todo menos a defender los intereses del dinero. Si la política fuera capaz de prevenir, nos ahorraríamos muchos tratamientos dolorosos a la hora de curar. El buen político es aquel que es capaz de anticipar. Y obrar en consecuencia.

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