Juan Carlos Escudier
Con la pensiones se ha propuesto el Gobierno consumar un latrocinio continuado al que llama ahorro. Consiste, para que se entienda, en mermar poder adquisitivo a los jubilados mientras los ingresos del sistema sean inferiores a los gastos y en fijar un tope del 0,25% a la recuperación de dicho poder de compra cuando la situación se invierta, de manera que podrían ser necesarios un par de lustros para que se resarzan de lo perdido en un solo año.
Los cálculos que hacen estas preclaras lumbreras económicas es que el “ahorro” en nueve años será de 33.000 millones de euros, aunque la cifra se antoja bastante conservadora y podría ser mucho mayor en el supuesto de que el IPC se desboque. Así, si al año que viene la Seguridad Social sigue en números rojos y los precios aumentan el 1,5% las pensiones sólo se incrementarían el 0,25%; y si al siguiente las cuentas están ya equilibradas y el IPC crece otro 1,5% las nóminas de los jubilados sólo lo harían un 1,75%. En resumen, a los abuelos les harían falta cinco años de superávit de la Seguridad Social sólo para recuperar lo que perdieron en 2014.
Es innegable que la austeridad de Rajoy rinde ya sus frutos. El Gobierno ha logrado que por primera vez en la serie histórica se haya frenado la esperanza de vida de los españoles, lo que es otro ahorro incuestionable ya que los muertos no cobran pensiones.
Para alcanzar este último objetivo se han colocado poderosos cimientos. Los jubilados han de pagar por sus medicinas, lo que permite que devuelvan parte de sus pensiones al Estado o la totalidad de ellas en el caso de que renuncien a medicarse y aceleren su viaje al otro barrio, tránsito en el que también será muy útil el desmantelamiento de la Sanidad pública y de las ayudas a la dependencia.
Cosas de este liberalismo ‘popular’ y de su defensa a ultranza de la libertad del individuo, los ancianos pueden elegir ahora entre un abanico más amplio de posibilidades de morirse. Lo pueden hacer de hambre por sus pensiones de miseria o palmar por sustituir el Adiro por un brik más de leche. Pueden morirse solos en sus casas por falta de asistentes sociales o suicidarse fuera de ellas, desahuciados después de haber avalado con su piso a algún hijo en el paro. Hasta pueden morirse de aburrimiento ya que, para colmo, la crisis de la construcción ha disminuido drásticamente el número de obras, cuya contemplación constituía el entretenimiento matutino de muchos de ellos.
Al Gobierno hay que reconocerle tacto en la resolución de este costoso problema de la vejez. Coherentemente, podía haber elegido la eutanasia activa para un millón de longevos improductivos al año, aunque eso les hubiera restado votos -que para eso sí que son útiles las antiguallas-, y habría impedido las fotos electorales de rigor en residencias de la tercera edad. Morgan Stanley, que hace unos meses daba al país por muerto, sabe que aún hay esperanza: sólo es necesario que la diñen los jubilatas. Y nos ha hecho un informe esperanzador: “¡Viva España!”
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