Lluís Orriols
Los españoles nos enfrentamos a la corrupción política con una actitud ciertamente contradictoria: por un lado, creemos que existe un nivel intolerable de corrupción y mostramos altas dosis de desafección hacia nuestros políticos. Pero, por otro lado, seguimos votando elección tras elección a los mismos partidos políticos incluso cuando éstos están siendo acusados de algún escándalo de corrupción. ¿Por qué ocurre esto? Déjenme que plantee en estas líneas una hipótesis para el debate.
Pocas cosas son tan claramente perceptibles en el actual clima de opinión como el hartazgo ciudadano con la clase política y con el cúmulo de escándalos de corrupción que sufrimos últimamente. La pérdida de confianza de la ciudadanía hacia los políticos no ha cesado de aumentar en los últimos tiempos alcalzando niveles hasta ahora desconocidos. En Piedras de Papel ya hemos analizado este fenómeno en varios artículos (vean aquí yaquí), pero quizás valga la pena recordar algunos datos: según el CIS, el 85% de los españoles considera que la corrupción está bastante o muy extendida en nuestro país y uno de cada tres señala a los políticos cómo el principal problema que sufrimos actualmente. Seguramente estas percepciones tan negativas se han acentuado en las últimas semanas tras los recientes escándalos como el del chalé marbellí del Presidente González, los artículos de Carlos “Amy” Mulas, los ‘sobre’-sueldos de Génova o la conexión entre la mafia rusa y el Lloret de Mar de Xavier Crespo.
Cualquier sociólogo extranjero que viera tal acumulación de escándalos y tal grado de hartazgo entre la opinión pública podría augurar un terremoto electoral contra los gobernantes corruptos en las elecciones. Nada más lejos de la realidad. Los estudios en España muestran de forma contundente que no existe un claro castigo electoral a los escándalos de corrupción. Así de pesimistas concluían, por ejemplo, los politólogos Gonzalo Rivero y Pablo Fernández en un estudio sobre la cuestión: “los partidos de los alcaldes implicados en conductas irregulares pueden contar con que no sufrirán castigos electorales en las urnas, incluso en el caso de que se inicien diligencias judiciales”. En definitiva, la corrupción, en España, sale políticamente gratis.
¿Cómo es posible que tal desafección hacia la política coexista con una actitud tan poco crítica en las urnas? Muchos expertos intentan buscar la respuesta en cómo están diseñadas nuestras instituciones; quizás les suene últimamente la más que discutible propuesta de cambiar el actual sistema electoral de listas cerradas. Sin embargo, a mi entender en España uno de los elementos clave que explicaría tal paradoja no estaría relacionado con las instituciones públicas en sí mismas sino con el alto grado de politización de nuestros medios de comunicación.
Es conocido que en España (al igual que otros países del sur de Europa) existe una estrecha complicidad entre los medios de comunicación y los intereses partidistas. Esto provoca que los quioscos de nuestro país contengan una oferta mediática con un elevado sectarismo político. Según un estudio de Antón Castromil, los periódicos claramente se alinearon a un partido político a la hora de informar de la campaña electoral de las elecciones autonómicas y municipales de 2011 (véase el gráfico). Por ejemplo, El Paísprácticamente no recogió informaciones perjudiciales para el PSOE y, en cambio, dedicó casi una quinta parte de sus artículos a publicar informaciones críticas con PP. Lo opuesto ocurría en El Mundo y, muy particularmente en el ABC. En este último periódico, nada menos que una de cada tres noticias publicadas contenía mensajes negativos hacia el PSOE, lo que contrastaba con la práctica inexistencia de noticias críticas con el PP (apenas un 1% y no descarten que fueran obra de un becario despistado).
Datos: CIS (Pre-electoral 2011) y Castromil y Chavero (2012)
Este alto grado de complicidad entre partidos políticos y medios de comunicación tiene importantes consecuencias sobre cómo los españoles acabamos consumiendo los medios de comunicación. Y es que ante tal panorama de sectarismo mediático, es inevitable que nos aproximemos al quiosco con elevadas medidas de seguridad para evitar ser expuestos a mensajes sistemáticamente contradictorios a nuestras preferencias políticas. El resultado es que escogemos los periódicos siguiendo un estricto criterio ideológico. La práctica totalidad de los lectores de El País son de izquierdas y, en cambio, los de El Mundo y elABC son de derechas (véase el gráfico).
Todo ello provoca que el panorama mediático de nuestro país se asemeje a una “guerra de trincheras”, lo que genera un alto grado de cinismo político hacia los escándalos de corrupción. Cuando un periódico destapa un escándalo de corrupción suele ser recibido por la otra trinchera como una estratégica interesada, que tiene como única intención el descrédito o la difamación del adversario por cuestiones estrictamente políticas. Esto provoca que los ciudadanos (tristemente atrincherados en alguno de los bandos) se tomen con altas dosis de cinismo los escándalos publicados en los periódicos rivales.
Es cierto que, por regla general, los individuos tienen una tendencia psicológica a no dar crédito a los escándalos que afectan al partido con el que se sienten identificados y a exagerar los que afectan a sus rivales políticos. Este sesgo psicológico ha sido elegantemente estudiado por algunos investigadores de la Universidad Autónoma de Barcelona a través de experimentos (se puede leer el artículo académico aquí). A pesar de que se trata de una tendencia que ocurre en todas partes, tengo la convicción de que tal dinámica está altamente acentuada en nuestro país debido a su particular “guerra de trincheras” mediática.
Por el momento, el caso Bárcenas está siendo excepcionalmente denunciado por periódicos de ambas trincheras, por lo que puede facilitar que los ciudadanos otorgen credibilidad al asunto. En este sentido, el caso Bárcenas puede ser partícularmente dañino para el PP. Aún así, seguramente muchos que están leyendo estas líneas siguen preguntándose con cierta desconfianza qué motivación política se esconde tras el afán denunciador del periódico de Pedro Jota.
Creo firmemente que en nuestro país urge un cambio drástico del rol que desempeñan los medios de comunicación. Para combatir la corrupción es esencial tener a ciudadanos informados, que den credibilidad a los escándalos que se publican en los medios (incluso cuando éstos afectan a su partido) y que, en consecuencia, castiguen la corrupción en las urnas. Y mucho me temo que tal escenario no se consigue con reformas del código penal, escenificando pactos entre partidos políticos o con las (ya cansinas) fórmulas perezosas de reformar el sistema electoral. Sólo unos medios independientes pueden evitar que los ciudadanos conciban los escándalos de corrupción como estrategias de politiqueo, con intereses espurios y con el único objetivo de difamar al adversario. Es necesario cortar los estrechos lazos entre élites políticas y medios de comunicación. Otra cuestión es saber cómo hacerlo.
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