DAVID TORRES
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Una de las grandes virtudes del fútbol es su capacidad para suspender el tiempo y el espacio cotidianos, devolviendo al espectador a un limbo de inocencia donde todo se reduce a un juego de infancia. Allí, de repente, dejan de existir las preocupaciones diarias y entonces el trabajo, la enfermedad, el desamor y las penas se ecualizan en un orbe de felicidad y pantalones cortos donde sólo hay buenos y malos, banderas y símbolos, himnos y colores. Como fenómeno de masas casi sin parangón, es cierto que el fútbol arrastra pasiones y odios irracionales, pero también lo es que, más que provocarlas, las disipa, disfrazándolas de cánticos y bufandas.
En 1969 una eliminatoria para los mundiales entre El Salvador y Honduras degeneró en un conflicto armado que supuso la invasión del territorio hondureño, un obsoleto combate aéreo y varios bombardeos que se saldaron con varios miles de civiles muertos. La llamada “guerra del fútbol” tomó la rivalidad entre ambas selecciones como excusa para iniciar las hostilidades pero, en realidad, fue sólo la chispa que incendió la intolerable tensión diplomática entre los dos vecinos. Considerar que ambos países se lanzaron a una guerra exclusivamente por culpa del fútbol es tan absurdo como suponer que el simple asesinato del archiduque Francisco Fernando sembró Europa de tumbas y trincheras. Por otra parte, hay mucho escrito sobre la violencia generada, causada y alentada por el fútbol pero muy poco sobre la violencia sublimada sobre el césped. A saber cuántas guerras, cuántas peleas, cuántas violaciones o asesinatos habrán sido evitados gracias a un gol en el momento oportuno.
Tal vez por eso, porque inconscientemente sabemos lo mucho que hay en juego detrás del juego, permitimos que el fútbol usurpe portadas, reportajes e informativos. Los cronistas deportivos son el equivalente contemporáneo de los bardos que cantaban las hazañas de héroes y guerreros. De ahí los análisis previos y los resúmenes posteriores al partido, que suelen ser mucho más largos y exhaustivos que el partido. Y, por supuesto, como los héroes y guerreros, los futbolistas también se encuentran un escalón por encima de los demás mortales, en un lugar más allá del bien y del mal donde tienen derecho a todo: sueldos estratosféricos, contratos hiperbólicos, vidas de fábula y, claro está, privilegios fiscales.
El revuelo que se ha formado en torno a la revelación internacional de Football Leaks recuerda la célebre escena del gendarme en Casablanca. “Qué escándalo, qué escándalo, he descubierto que aquí se juega”, decía Claude Rains mientras escondía discretamente sus ganancias. Como si todavía hubiese alguien tan estúpido como para ignorar el entramado de pantallas, chanchullos y paraísos fiscales en las que se ocultan las ingentes cantidades de dinero que mueve el deporte rey. Que se llama rey por algo. La ingenuidad de Messi al explicar que es su padre el que se ocupa de esos asuntos o la cara de sorpresa de Cristiano al verse retratado en los papeles este fin de semana por intermedio de sus abogados nos devuelven a ese trasfondo infantil que es la verdadera clave del juego. Son como niños, sí, y uno de los pocos que, hasta la fecha, ha rechazado mancharse las manos en esta inmunda estafa ha sido, precisamente, el padre de un crío, Martin Odegaard. En España la capacidad para suspender el tiempo y el espacio cotidianos alcanza incluso a la ley: un juez, Arturo Zamarriego, ha prohibido al diario El Mundo la publicación de estas irregularidades fiscales de jugadores, representantes y entrenadores.
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