JUAN CARLOS ESCUDIER
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Mucho antes de que la policía alemana hablara de “presunto” atentado o de que la burra de Ferreras volviera al trigo en otro de sus especiales concéntricos, ya había en el PP quien explicaba que el reguero de muertos que había provocado en Berlín el conductor que lanzó un camión contra un mercadillo navideño era la expresión del “choque de civilizaciones”, del conflicto entre dos modelos: el de las democracias liberales que han consolidado sus derechos y el de otros países en los que la religión –léase el Islam- fomenta esta violencia en una guerra no declarada abiertamente. El intento de Andrea Levy de batir el récord mundial de simpleza puede escucharse aquí a partir del minuto 35. Lo consiguió en un solo intento.
Sería muy largo y cansino destripar el supuesto marco teórico con el que Huntington, y antes que él Fukuyama, aspiraban a apuntalar ese pretendido nuevo orden mundial que había enterrado las ideologías tras la apabullante victoria del liberalismo, lo que autorizaba a Occidente –es decir a Estados Unidos- a exportar su democracia a todos los rincones del planeta aunque fuera a cañonazos. No han sido pocos los autores que han derribado de un soplido este castillo de naipes y han mostrado que la llamada lucha de civilizaciones es en realidad la pugna entre dos fundamentalismos que tienen la misma raíz, y que lo que pretenden es legitimar su superioridad y hacer insuperables las diferencias que están en el origen de toda sociedad.
El peligro de considerar que un atentado es la manifestación de una guerra encubierta entre nuestras democracias estupendas y una religión que ha fanatizado a sus fieles lleva inexorablemente a calificar de enemigos a quienes la profesan, que adquieren automáticamente la categoría de potenciales terroristas. Es la mejor justificación de la xenofobia y, en último extremo, de la aniquilación de esos adversarios allí donde se encuentren. Trump, ya proclamado presidente de EEUU, vendría a ser el moderado de esta causa.
Levy y los que piensan como ella ignoraran un hecho trascendental, y es que la inmensa mayoría de las víctimas de esa otra supuesta civilización que nos mata en los trenes, en las discotecas o en los mercadillos de Berlín no son occidentales sino musulmanes, y si Ferreras se propusiera hacer especiales sobre cada matanza en Siria, Irak, Afganistán, Nigeria o Yemen, por poner sólo unos ejemplos, llenaría él solo a diario la parrilla de La Sexta. Se pasa por alto también la enorme contribución que la civilización guay, la que Huntington llama Occidental (la liberal, constitucionalista, igualitaria y amante de los derechos humanos) ha tenido en el auge de ese integrismo que ahora se quiere combatir.
Muchos de los terribles atentados que ha sufrido Europa han sido perpetrados por miembros de segundas y hasta de terceras generaciones de inmigrantes y no por lobos solitarios enviados desde desiertos lejanos por tarados con turbante. La conclusión que se ha extendido es que las redes sociales son el brebaje de la radicalización, que también, cuando lo más sensato habría sido hacer hincapié en el fracaso de unos modelos de integración que, entre luces de neón, perpetúan la pobreza de los acogidos, les recluye en guetos o, simplemente, les invisibiliza.
En la rebelión de los banlieue parisinos de hace más de una década se hizo patente este fenómeno. Sólo un miembro de la Asamblea Nacional francesa, el representante de una isla del Índico, era de origen magrebí. En España, sin ir más lejos, los inmigrantes sólo existen como mano de obra de usar y de tirar cuando vienen mal dadas, sin que preocupe mucho encontrar un cauce razonable de participación de varios millones de personas a los que se pide integración y se les niega la posibilidad de elegir a quienes deberían representar sus intereses en el Parlamento.
Hay terroristas musulmanes, católicos y ateos y todas sus acciones son execrables. Son bárbaros que no representan a ninguna civilización que pueda definirse como tal. Para combatirles habrá que estar vigilantes, sin que ello implique limitar los derechos fundamentales de los ciudadanos y desfigurar la democracia hasta hacerla irreconocible. No estamos en la guerra de Levy ni es preciso ningún estado de excepción.
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