David Torres
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He leído con estupor la nota informativa en que el Tribunal Constitucional da cuenta de la anulación de la prohibición de los toros en Cataluña. En el aspecto puramente semántico lo primero que llama la atención es que esta actuación legislativa se dirige a “la preservación de la manifestación que son las corridas de toros”. Dejando aparte que la manifestación cultural consiste en zurcir a un mamífero a lanzazos mientras otro montón de mamíferos jalean entusiasmados la matanza, es sumamente curioso que el mecanismo del Tribunal vaya dirigido a la preservación de un espectáculo sanguinario cuya última razón de ser está en la preservación de los mismos animales que primero torturan y luego masacran. En efecto, según un célebre razonamiento taurino, el toro bravo no tiene otra razón de ser que la muerte en la plaza. Heidegger se hubiera ahorrado varios inextricables tomacos de metafísica de haberse abonado al tendido 7 en Las Ventas. Los toros bravos son como tantos políticos corruptos del PP, Rita Barberá, Rato, Granados, Bárcenas: hay que torearlos en un tribunal o se extinguirían.
No menos alarmante resulta la derogación de una ley en vigor emitida por un parlamento nacional mediante la aplicación de otras leyes posteriores. En efecto, las legislaciones citadas que entran en conflicto fueron redactadas varios años después a la ley catalana de 2010, probablemente con el único fin de hacerle la puñeta. Una, la regulación de la Tauromaquia, de 2013, y otra, para la salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial, de 2015. Hay que subrayar mucho el adjetivo “inmaterial”, no sólo como si los toros fuesen sólo espíritu, sin contar el dolor y la sangre de los animales, sino como si también fueran inmateriales los toreros, las cuadrillas, los espectadores, las ganaderías y el dineral que sacan en subvenciones del estado.
En efecto, pocos países del mundo pueden presumir de un patrimonio cultural más inmaterial que el nuestro, como que poco patrimonio cultural le queda al gobierno por desmaterializar, aparte de los toros. Desde monasterios románicos hechos mierda a esculturas de Chillida y lienzos de El Greco y Rubens saldados en subastas en Londres, hay docenas de ejemplos recientes de una forma de entender la cultura cuyo ejemplo supremo podría ser la destrucción de la Mezquita de Córdoba mediante el procedimiento de empotrarle por cojones una catedral y regalársela siglos después a unos curas.
En lugar de invertir en ciencia, en cine, en libros o en música -actividades que, bien gestionadas, resultan muy lucrativas- nuestros sucesivos gobiernos prefieren salvaguardar la cría y posterior exterminio de bisontes de Altamira. “Que inventen ellos” dijo Unamuno, y prácticamente es lo único en que le han hecho caso, trabajando sin descanso en la analfabetización general, la desertización del pensamiento y la exportación gratuita de investigadores. Para nuestros gobernantes resulta mucho más rentable un camarero que sepa servir manteca colorá, como dice Cañete, que un becario empeñado en descubrir una vacuna contra el cáncer. Esta semana se cumplen cincuenta años de La caza, la gran película de Saura donde cuatro amigos se lo pasan en grande preservando conejos a escopetazos antes de preservarse para siempre entre ellos. Hay que proteger los toros hasta que no quede ni uno.
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