mércores, 24 de xuño de 2015

Armenia: “El mundo nos ha traicionado”

Maria González Gorosarri
http://www.pikaramagazine.com/

Arsinée Khanjian, actriz nacida en la diáspora, lucha por que se reconozca el genocidio ejecutado por el Imperio otomano contra la población armenia de Anatolia, que Turquía sigue negando

Arsinée Khanjian
“La memoria y el activismo fueron parte de mi educación: mi obligación es dar a conocer el genocidio al mundo”, afirma Khanjian./ Giulio Muratori

Arsinée Khanjian (Beirut -Libano-, 1958) es una actriz armenia nacida en la diáspora. Pertenece a la tercera generación de quienes huyeron del genocidio de la Primera Guerra Mundial. Temiendo que, al igual que Armenia del Este, el pueblo armenio de Anatolia se uniera al bando del Zar de Rusia en la guerra, el proyecto político-religioso que soñaba con una Panturquía llevó a deportar y asesinar en 1915 a quienes tuvieran origen armenio cristiano y vivían bajo el Imperio otomano. Un millón y medio de personas fueron asesinadas. Cien años después, Turquía sigue negando tal genocidio.

Khanjian ha participado en el ciclo sobre el centenario del genocidio armenio organizado por el Teatro Gorki de Berlín. El genocidio armenio es conocido como el genocidio “olvidado”, ya que sólo se hace referencia a él indirectamente, cuando en 1939, poco antes de invadir Polonia, Hitler explicó su plan para hacer desaparecer a la población polaca y preguntó: “¿Quién se acuerda ya del pueblo armenio?”. Cien años después de que la población armenia de Anatolia fueran ejecutada mediante una estrategia planificada, Khanjian sigue luchando contra la negación por parte de Turquía.

Pikara es una revista puesta en marcha por periodistas vascas que tiene en cuenta la perspectiva de género. Esta entrevista se publicará en euskara y en castellano.



“El pueblo armenio siempre ha comparado qué tratamiento recibió el holocausto y que el genocidio no tuvo, por qué el nuestro no merece atenciones”


Me parece adecuado, porque en 2002, cuando fuimos allá a presentar la película ‘Ararat’ de Atom Egoyan, nos sorprendió que no se conociera el genocidio. En el resto de países en Europa no era tan necesario explicar los detalles y contextualizarlos. No sé por qué España quedó fuera de la Historia.

¿Crees que se puede deber a que en España no se habla tampoco de la historia propia?

Puede ser. Tal y como has planteado la pregunta, entiendo que no se ha reflexionado sobre las consecuencias que ha traído la existencia de un Estado fascista durante tanto tiempo en España. Las alianzas entre las dictaduras fascistas y el resto de dictaduras como las habidas en Turquía son evidentes. Manipulan la Historia según sus propios intereses. Así puede explicarse el silencio sobre el genocidio al pueblo armenio.

A cien años de la estrategia planificada para asesinar a la población armenia de Anatolia, ¿recuerdas cómo oíste hablar del genocidio por primera vez?

Es imposible ser armenia y no haber oído del genocidio, también del holocausto. Tristemente, resulta que muchas judías y judíos conocen el holocausto, pero no han oído hablar del genocidio armenio, a pesar de que el judío Franz Werfel escribió en 1933 la novela ‘Die vierzig Tage des Musa Dagh’ (‘Los cuarenta días de Musa Dagh’). Se trataba de una novela para la población judía, para despertar a Europa; no la escribió para recordar al pueblo armenio. En Alemania, el libro fue confiscado, porque Hitler se dio cuenta de que estaba circulando demasiado rápido; había gran curiosidad. La población judía ya había sentido el acoso antes de la publicación del libro.

No existe ni una sola persona armenia en todo el mundo que no entienda la tragedia y el dolor del holocausto judío. De hecho, el pueblo armenio se identificó de manera inimaginable con el holocausto, porque sucedió durante la Segunda Guerra Mundial y el genocidio armenio durante la primera. Además, Alemania participó en ambos casos: en el holocausto como autora y en el genocidio como ayudante.

Por lo tanto, ¿crees que el genocidio se ha convertido en parte de la personalidad del pueblo armenio?

Es una pregunta muy importante. ¿Eres judía? Voy a hablar como una ciudadana armenia media. El pueblo armenio siempre ha comparado ambas masacres para encontrar paralelismos: cómo ejecutaron el genocidio, qué tratamiento recibió el holocausto, por qué a uno se le respondió de una manera y el nuestro no merece atenciones. Recordamos no sólo el genocidio, sino también qué tratamiento ha tenido. Yo misma me obsesioné con el holocausto: cada vez que visitaba un país por primera vez, en vez de seguir las huellas armenias, buscaba la presencia judía en el lugar. Cuando se creó el Estado de Israel, el libro ‘Die vierzig Tage des Musa Dagh’ aparecía en los planes de estudios, porque todavía no había literatura sobre el holocausto. Años más tarde, Israel es uno de los pocos países que oficialmente niega el genocidio armenio, junto con Turquía: oficialmente.

Perteneces a la tercera generación de sobrevivientes armenios. ¿Sientes que el genocidio también ha influido en tu vida?



“A los treinta, de repente, comprendí lo que me había contado mi abuela: que durante las marchas se dejó violar para que no tocasen a su hermana pequeña”

Absolutamente, toda mi vida ha sido construida sobre este tema, porque explica cómo veo el mundo: el sentido de la justicia, mi identidad… Tener que incorporar esta cuestión sobre el genocidio a todo lo que hago es una presión constante. ¿Cuándo empezó? Seguramente, cuando nací, mi madre ya me lo transmitió cuando estaba embarazada de mí. Mi madre era la hija de un hombre que sobrevivió al genocidio. La hija de un hombre que tenía un trauma demasiado grande. Tan grande, que mi madre nos lo transmitió a sus hijas e hijos.

¿Lo puedes explicar?

Mi abuelo materno tenía cinco años cuando comenzó la deportación. Le separaron de su gran familia. No sabemos cuántos eran, porque no recuerda a muchos familiares, ya que sólo tenía cinco años. Le puso los nombres que recordaba a sus hijas e hijos. Tenía cinco años y le separaron de su madre y hermanas, le dejaron sólo con su padre en las marchas de la deportación, ya que separaban a hombres y mujeres. Tras llevar muchos días andando, mi bisabuelo se cayó, debido al cansancio emocional y físico. No podía continuar. El gendarme (no les voy a llamar soldados, porque los encargados de guiar durante la deportación del pueblo armenio eran criminales recién sacados de la cárcel –tomaron el nombre francés: gendarmes-) le ordenó que se levantara. Como no podía, le decapitaron delante de mi abuelo (que tenía cinco años). No sólo eso, sino que además le obligaron a mi abuelo a llevar la cabeza de su padre en brazos durante todos los días que debía seguir caminando. Yo no conocía esta historia hasta hace dos años. ¿Cuántas historias más calló aquel hombre?

Mi otro abuelo sí contaba historias. Sin embargo, el padre de mi madre me dejó una mayor impresión, porque nunca hablaba. Se levantaba por la mañana, se sentaba delante de su casa y miraba al infinito. Aunque estuviéramos delante suyo, no nos veía. Cuando iba a visitarle, iba con miedo, porque no entendía por qué el abuelo era así. Era un hombre que contó una historia, pero que nadie sabe cuántas más calló.

La vida de mi madre fue también muy triste: empezó a trabajar a los ocho años en una fábrica de tabaco, para ayudar a la familia y las cuatro últimas criaturas que acababan de nacer. Mi madre estaba obsesionada con la educación. De alguna manera, me convertí en el proyecto de sus sueños: soñó para mí todo lo que no pudo hacer ella. Mi hermana y yo nacimos en Oriente Próximo, donde no se contemplaba que las mujeres accedieran a estudios universitarios, porque se consideraba que se casarían después del instituto. Para mi madre, en cambio, los estudios eran de absoluta prioridad: para poder hacer justicia al genocidio en el mundo. Era una misión. Utilizar la educación como recurso: aprender el lenguaje político para hablarle al mundo y que no se centre sólo en historias pequeñas y particulares. Por lo tanto, la memoria y el activismo fueron parte de mi educación. Mi obligación era dar a conocer este asunto de una manera en la que el mundo lo entendiera.

¿Tus abuelas, supervivientes del genocidio, también contaban lo que padecieron?


“No me duele solo mi historia personal, sino que todavía no se reconoce lo sucedido, que parece que nunca sucedió, que estamos locas”

Mi abuela paterna sí lo hizo. Ella… ¿Sabes? En los últimos diez días me han pedido, constantemente, ejemplos de lo sucedido. Me he dado cuenta que tengo dificultad para contarlo, porque lo que yo sé no es más que una pequeña foto. Es como hablar de violencia pornográfica. Sabemos sus vivencias, porque nos las contaron en confianza: porque les dimos la dignidad de ser creídos. Cuando cuento esos recuerdos, me pregunto qué le pasará a la historia, qué reacción generarán. Puedo hablar con plena autoridad sobre el genocidio armenio políticamente, pero al ir a los detalles no me siento a gusto, porque es un legado trágico, un recuerdo privado. ¿Puedo evocar lo sucedido? No sólo la vivencia, sino el dolor, el sufrimiento, la humillación. ¿Puedo evocar todo eso? No puedo. Puedo hablar de mi dolor, pero no del dolor de mi abuela. No sé lo que significa, sólo lo puedo imaginar.

Mi abuela iba con su hermana pequeña en las marchas, pero no llevaban el mismo ritmo. Estas historias no se cuentan diciendo: “Niñas, venid, os voy a contar algo”. Era un tema que no venía a cuento. Jugando a cartas, un día vi que mi abuela estaba irritada, no sabía por qué. De repente, me dijo: “¿Sabes?, les grité: ‘¿No tenéis vergüenza? ¿No tenéis hermanas, ni madre? ¿Cómo podéis hacer algo así?’”. No entendía de qué hablaba. Le pregunté: “¿A quién le dijiste eso, abuela?”. “Al gendarme”, me contestó. “¿Cuándo fue eso?”, le pregunté. “Cuando caminábamos”, me explicó. Por lo tanto, tuve que entender que se refería a las marchas y a la deportación. Así nos contaban las vivencias del genocidio… ¡jugando a cartas! “Mientras caminábamos, vino un gendarme y quiso llevarse a mi hermana pequeña. Yo le grité”, me dijo. “¿Qué pasó? ¿Conseguiste evitarlo?”, le pregunté. “Sí”, me respondió. “¿Y cómo lo conseguiste?”, le volví a preguntar. “El gendarme se enfadó tanto conmigo, que me empujó fuera de la fila y luego volví”, fue su respuesta. “¿Qué le pasó a tu hermana?”, continué. “Nada, yo le salvé, yo [se golpeaba el pecho]”.

En aquel momento no entendí lo que me estaba contando. Más tarde, yo tendría unos treinta años, caminaba por la calle y, de repente, me paré y lo comprendí: me había contado que la habían violado. Que se había dejado violar, para que no le tocaran a su hermana. No me lo dijo nunca con esas palabras. Tomó el lugar de su hermana, para salvarla. Mi abuela tenía quince años cuando comenzó la deportación y para entonces ya estaba casada. El marido había desaparecido en la guerra, antes de comenzar la deportación y también se murió su primer hijo. Mi abuela no salvó a su hermana de la violación, salvó su honor. Sabía lo que iba a suceder. Eso sólo lo puedo entender como mujer.

¿Cómo puedes explicar tu dolor cuando conociste las vivencias de tus abuelas y abuelos? ¿Por qué crees que todavía te duele?



Porque todavía no se reconoce lo sucedido, porque parece que nunca sucedió, que estamos locas. El dolor no es únicamente mi historia propia, sino ver que sigue sucediendo lo mismo en el mundo. La apatía hacia lo que les sucede a los demás ha acabado con mi esperanza de compasión. He comprobado que somos desconfiados. Nos cuesta mucho tener confianza en la humanidad, porque el mundo nos ha traicionado. Soy la que sigue con la lucha por reconocer el genocidio y compruebo que al mundo no le importa. Es muy doloroso cuando hablo con intelectuales que han influido en mi manera de pensar y me dicen: “Olvídalo, no son recuerdos importantes a los que aferrarse”. Mi memoria es construida, por supuesto, pero mis sentimientos no. Los siento. Siento la humillación, el insulto, que no hay responsables.

¿Cómo valoras que cien años después en Alemania, un país que ayudó al imperio otomano en el genocidio contra el pueblo armenio, se organice un festival de 45 días sobre el tema? Es más, en Berlín, una ciudad donde la comunidad turca tiene una gran presencia.

Al contrario que en Turquía, los archivos de Alemania no han sido destruidos y certifican lo sucedido. El armenio Soghomon Tehlirian asesinó en Berlín en 1921 a Talaat Pasha, el Ministro de Interior del imperio otomano que ordenó la deportación de la población armenia. El juez de Berlín consideró que Tehlirian era culpable. Sin embargo, entendió el trauma que suponía sobrevivir al genocidio y… ¡le dejó en libertad! Entonces, Raphaël Lemkin (quien después acuñó la palabra “genocidio”) era estudiante de Derecho y siguió el juicio a Tehlirian.

Cuando me encontré con Shermin Langhoff (directora artística del Teatro Gorki de Berlin), no podía imaginar que estaría en Berlín para el centenario del genocidio, en un lugar donde nuestras historias se cruzan: Alemania, Turquía y Armenia. Es sorprendente que sea iniciativa de una ciudadana alemana de origen turco y, además, en un teatro público. Seguramente, ha sido la mayor iniciativa fuera de la comunidad armenia. Ha hecho historia.

¿Has ido alguna vez a Turquía?

Nunca imaginé que iría a Turquía, porque tomé una decisión consciente: no quería ir a un lugar donde no tuviera libertad para reclamar mi identidad. Nos han invitado muchas veces a Turquía y siempre pedíamos que nos certificaran por escrito que tendríamos la oportunidad y libertad de hablar sobre nuestra identidad. Por supuesto, durante años no podían hacerlo. Así que nunca fuimos.

Hace seis años, en cambio, participé en un proyecto llamado ‘Escalando el monte’. Para el pueblo armenio resulta muy significativo, porque sólo existe un monte: el Ararat. El proyecto se llevó a cabo en Berlín, Estambul y Armenia del Este. Me prometieron que podría hablar sin censura y sólo fui durante un día. Después, el 24 de abril de 2013, el día en el que recordamos el genocidio, por casualidad, me encontraba en Turquía. Entonces, me prometí que el 24 de abril de 2015 estaría también en Turquía y no como hasta entonces, frente a la embajada turca en algún país extranjero. Iré a Estambul, a la ciudad donde encerraron en campos a los intelectuales armenios, antes de la deportación, antes de asesinar al resto de la población armenia de otros pueblos. Ya que resisto como armenia, necesito volver al lugar donde comenzó todo.

Debo reconocer que, desde que voy a Turquía, mi conciencia de activista se ha consolidado de una manera que sólo podría suceder por haber ido a Turquía. He contactado con la pequeña comunidad armenia que queda en Turquía, la mayor parte en Estambul, quienes se convertieron al Islam o, a pesar de mantener la memoria, sin posibilidad de hablar de ello. En cien años, no sólo hemos perdido el contacto con la tierra, sino que también hemos perdido el trato con quienes sobrevivieron al genocidio y se quedaron allí. Quienes han seguido recordando y sintiendo miedo. De la misma manera, también he establecido amistad con personas turcas, algo antes imposible para mí, y quienes se han disculpado. Tampoco es fácil, ni emocional ni intelectualmente, para quienes tienen que asumir ese suceso, preguntar en casa y darse cuenta de que llevan el crimen en la propia familia.
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