El real decreto de abril del Gobierno del PP es una contrarreforma que nos lleva tres décadas atrás. Quieren seguros sanitarios para los ricos, la seguridad social para los trabajadores y la beneficencia para el resto.
La obtención del derecho a la atención sanitaria ha sido una de las conquistas sociales más importantes de la segunda mitad del siglo XX, un bien público equiparable al derecho al voto, la educación o tener una pensión. Un referente histórico de los países con sistemas sanitarios públicos financiados directamente con impuestos fue el National Health Service británico, que en 1948 propuso una asistencia preventiva y curativa para “todo ciudadano sin excepción”. Junto a Reino Unido, los países nórdicos y otros países europeos siguieron procesos parecidos estableciendo sistemas sanitarios según los principios de financiación pública, acceso universal y una amplia oferta de servicios sanitarios con independencia de los ingresos, posición social o lugar de residencia.
En España ese proceso fue tardío. Durante el periodo final de la dictadura franquista, dos tercios de la población tenían alguna cobertura sanitaria. En 1978, cuando la Constitución estableció el derecho a la protección de la salud ciudadana, cuatro de cada cinco personas estaba ya cubierta por la Seguridad Social. En 1986 se produjo un cambio fundamental cuando la Ley General de Sanidad sentó las bases de un Sistema Nacional de Salud (SNS) que amplió la cobertura y proveyó atención sanitaria de mayor calidad para casi toda la población. En esos mismos años, sin embargo, el sector sanitario público se situó bajo el punto de mira de Gobiernos conservadores, instituciones internacionales y grandes empresas (farmacéuticas, seguros, tecnológicas y hospitalarias), aumentando progresivamente la presión para mercantilizar la sanidad. La razón es fácil de entender: en una fase de estancamiento capitalista y reducción de beneficios, la atención sanitaria era un lugar ideal para hacer negocios. En 1987 y 1993, dos relevantes informes del Banco Mundial ya plantearon la necesidad de adoptar criterios mercantiles, desinstitucionalizar la atención sanitaria y otorgar un mayor papel a las aseguradoras y prestadores privados de servicios. No olvidemos que los sistemas sanitarios público y privado son como “vasos comunicantes”: para que el privado tenga posibilidades de lucro primero hay que desprestigiar, debilitar o “parasitar” al público.
En 1991, el Informe Abril se convirtió en el primer intento serio de promover la mercantilización del sistema sanitario en España. Se abogaba por mejorar su eficiencia mediante la separación de la financiación pública de la provisión de servicios o la instauración de conceptos como la “prestación adicional” y “complementaria” cofinanciados por el usuario. Los argumentos ideológicos, repetidos desde entonces hasta la saciedad, son bien conocidos: el sector público es “insostenible” y “burocrático”, el sistema privado es “más eficiente” que el público, “la salud pertenece al ámbito personal”, los usuarios son responsables de “abusar de la sanidad”. Ni la investigación científica ni la propia OMS confirman esos supuestos. La sanidad pública es más equitativa (sobre todo cuando tiene financiación suficiente finalista), eficiente (sobre todo si se impulsa la atención primaria) y tiene más calidad que la privada (con las excepciones del confort y el tiempo de espera).
A finales de la década de los noventa, el proceso mercantilizador se acelerará. En 1997, bajo el Gobierno de José María Aznar, el PP aprobó (con el apoyo de PSOE y PNV) la Ley 15/97 que permitía la entrada de entidades privadas en la gestión de los centros sanitarios públicos, y en 1999, con la construcción y gestión del hospital de La Ribera en Alzira, se abrió el camino a la mercantilización de la sanidad y el fomento a “modelos de negocio” privados. La Generalitat valenciana del PP de Eduardo Zaplana lo puso en manos de un consorcio formado por el grupo Ribera (gestión sanitaria), Adeslas (aseguradora médica), Lubasa (inmobiliaria) y Dragados (constructora).
En Madrid, la cesión en 2005 del hospital de Valdemoro a la empresa de capital sueco Capio se convirtió, bajo el PP de Esperanza Aguirre, en la punta de lanza de la construcción de centros privados.
En Cataluña se configuró históricamente un sistema de gestión sanitaria mixto donde junto a los hospitales públicos hay una extensa red de centros semipúblicos con una amplia presencia de instituciones locales y grupos privados y eclesiásticos, y un modelo público con una concepción empresarial. En 1995 se aceptó el ánimo de lucro en la gestión de la sanidad pública, y las sucesivas reformas legales de CiU y el tripartito (PSC, ERC; ICV-EUA) reforzaron aún más el llamado “modelo catalán”. La reforma del Institut Català de la Salut de 2007 y la llamada ley Ómnibus contemplaron la posibilidad de que los hospitales públicos alquilaran operadores privados en las plantas cerradas o los quirófanos que dejaran de operar por las tardes.
A lo largo del proceso histórico sucintamente resumido, las estrategias para mercantilizar y privatizar la sanidad han sido permanentes, un goteo constante. El resultado ha sido reducir progresivamente la capacidad asistencial de los centros públicos, cerrándose camas, consultas y quirófanos hospitalarios, restringiendo urgencias ambulatorias y alargando las listas de espera. A decir de políticos tan significados como Esperanza Aguirre o Artur Mas, se trata de reducir la sanidad pública a su “núcleo básico” manteniendo la gratuidad de los servicios sanitarios imprescindibles. Si las clases medias dejan el sistema público, este se debilitará y convertirá básicamente en un sistema de y para los pobres.
Bajo el discurso de una supuesta insostenibilidad financiera, haber “vivido por encima de nuestras posibilidades” y con una población en shock por la crisis actual, tras el goteo, llega ahora el turno al chorro de agua helada en forma de un Real Decreto Ley (RDL 16/2012, 20 de abril) que comporta pasar de un sistema nacional de salud a un sistema tripartito basado en los seguros sanitarios para los ricos, la seguridad social para los trabajadores y la beneficencia para el resto de personas. El RDL del Gobierno del PP es una contrarreforma sanitaria que nos lleva tres décadas atrás. Primero, porque se pasa de un sistema financiado con impuestos directos a un sistema basado en la financiación de un modelo de seguros con el pago del afiliado (asegurado) o el protegido (beneficiario) por la Seguridad Social y numerosos copagos. Segundo, porque se renuncia a la atención sanitaria universal excluyendo a los sectores más débiles de la sociedad española: inmigrantes sin papeles y discapacitados con una discapacidad menor del 65%, entre otros colectivos. Tercero, porque se establecen tres niveles de servicios sin definir aún, lo que apunta a una reducción de las prestaciones básicas y la generación de un sistema de beneficencia que “arrastrará” a la clase media hacia los seguros privados con prestaciones complementarias sometidas a repago. Millones de pensionistas, cuya economía raya en la subsistencia, deberán realizar “repagos” (un “impuesto sobre la enfermedad”) según su nivel de renta (una gestión que es compleja e injusta), y pagar por fármacos que sirven para “síntomas menores”. Y cuarto, ya que se niega la sanidad a inmigrantes o personas enfermas socialmente excluidas, el “nuevo” sistema acarreará problemas de salud pública con la saturación de los servicios de urgencias y la probable aparición de epidemias. Además, es un modelo implantado en forma autoritaria y anticonstitucional que producirá graves problemas de salud y desigualdades, especialmente en pobres, enfermos crónicos, discapacitados y quienes deban desplazarse a los centros sanitarios. Ese modelo significa “avanzar” hacia una sanidad mercantilizada, injusta, que rompe el concepto de ciudadanía y solidaridad social, que abre paso al clasismo, la desigualdad y es el fin del derecho universal a la sanidad y la salud.
Los sistemas de sanidad públicos, accesibles, con organización y gestión esencialmente públicas y una elevada calidad de prestaciones, ofrecen resultados globales de salud mejores que otros modelos. Que el sistema sanitario público pueda mejorar su eficiencia (con más atención primaria y menos gasto farmacéutico), calidad (con más atención en salud mental por ejemplo) y equidad (protegiendo a toda la población) no puede ser excusa para que las fuerzas económicas y políticas que favorecen la mercantilización sanitaria destruyan un modelo conseguido a través de largas luchas sociales. La atención sanitaria debe ser un derecho ciudadano independientemente de la condición social y el lugar donde se viva y no una mercancía que solo consuman los “clientes” que puedan pagarla.
Joan Benach es profesor de Salud Pública y miembro de GREDS-EMCONET (UPF). Su último libro publicado es La sanidad está en venta (Icaria). Firman también este artículo Carles Muntaner, Gemma Tarafa y Clara Valverde.
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