PABLO L. OROSA
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“Al principio mi marido no quería, pero luego se dio cuenta de que podía apoyar con los gastos de la familia. Desde entonces me ayuda con los dibujos y a escoger colores”. La que habla es Nicolasa. Pero podría haber sido Juana, Lucía, Encarnación o cualquiera de las otras seis mujeres que conforman el grupo de costureras de alfombras Patanatic que a golpe de aguja han transformado el mundo. Todas relatan una historia similar: “Él no quería que viniese, pensaba que eso de las alfombras no se vende, pero luego empezó a ver que es rentable. Ahora él mismo me guarda las piezas y me ayuda”.
En Guatemala, especialmente en las comunidades rurales, las mujeres sufren una doble condena: por género y por etnia
En Guatemala, especialmente en las comunidades rurales, las mujeres sufren una doble condena: por género y por etnia. Al ser las primeras en abandonar la escuela, habitualmente al concluir el ciclo de educación primera, sus posibilidades de incorporarse al mercado laboral se reducen exponencialmente. Siendo indígenas, las oportunidades de trabajar fuera de casa son en la práctica inexistentes. Su papel social se limita al rol de madre. E incluso como tal vuelven a ser discriminadas.
Cuando la comida escasea, lo que ocurre con demasiada frecuencia en un país donde el 79,2% de los indígenas vive en situación de pobreza, el modelo social prima el papel del hombre: los padres son habitualmente los primeros en alimentarse, dando luego prioridad a sus hijos varones. La madre y esposa es la última en comer. Las sobras de la miseria.
Y no sólo por instinto maternal, sino también por disposición cultural. Así, cuando resultan embarazadas, la mayoría carecen del estado nutricional adecuado para dar a luz, lo que se traduce en una de las tasas de desnutrición crónica más elevadas del mundo: casi la mitad de los menores carece de la alimentación necesaria para su correcto desarrollo físico e intelectual.
“Contra la mujer aquí hay violencia psicológica, física y económica. Hay mucha dependencia, la mujer está supeditada al hombre. Eso es lo que queremos romper”, subraya Lilian Xinico, una activista indígena empeñada en transformar el modelo de desarrollo de los pueblos originarios empoderándolos desde dentro. “Si damos la oportunidad a las mujeres pueden mejorar la vida de las familias”. Y transformar la forma de vivir de un pueblo.
Generar ingresos y cuidar a los niños
Los pequeños no paran de corretear. Los de más edad persiguen las gallinas que atraviesan la cocina a toda velocidad, mientras los demás los miran desde la distancia, pegados al güipil de su madre. La ventaja de este trabajo es que “lo podemos hacer en nuestro hogar”, sin descuidar a los niños, interrumpe Glendy Mendoza. Apenas a un metro, Bartola, la más abnegada de las costureras de Patanatic, tira de los hilos sobre el bastidor con el peso de su bebé sobre la espalda. "Esta es nuestra vida, un poco costura, un poco cuidamos de los niños". Cuando sonríe, a Bartola se le ven los pespuntes del tiempo.
“Entre las 10 y las 12 tenemos algo de tiempo para la costura. Después ya tenemos que preparar la comida y mirar por los niños"
Porque la vida en este pequeño pueblo colgado sobre las aguas refulgentes del lago Atitlán, apenas a cuatro kilómetros y decenas de campos de cebolla de Panajachel, el centro turístico más importante de Guatemala, comienza demasiado pronto.
Con el sol todavía escondido, las mujeres preparan el desayuno para sus maridos antes de que estos inicien su jornada como labradores o albañiles. Después se ocupan de los niños, los alimentan, los visten y envían a los mayores a la escuela. El resto de la prole permanece en casa, junto a las gallinas y los platos sucios. “Entre las 10 y las 12 tenemos algo de tiempo para la costura. Después ya tenemos que preparar la comida y mirar por los niños. Hasta la tarde, entre las 3 y las 6, no volvemos a la costura”.
Cada mes, además de los pequeños y la casa, la costureras de Patanatic elaboran dos alfombras artesanales, una grande de 24x38 centímetros, y otra pequeña, de 22x18. “Con la grande se saca más beneficio”, concluyen todas a la vez. En total, unos 2.000 quetzales (253 euros) mensuales. Un ingreso que ha permitido mejorar la vida de las familias. “Antes el suelo de la casa era de tierra, ahora es de piso. También cambiamos la ventana”, dice Glendy, apuntando con sus dedos ásperos a la luz que cruza la estancia desde los campos de maíz. “Pero sobre todo ayuda también la alimentación de la familia”.
“Con el dinero podemos mejorar la casa y ofrecer un futuro mejor a nuestros hijos”
A su lado, todas asienten. “Con el dinero que gano de las alfombras ayudo en los gastos y podemos mejorar la casa para ofrecer un futuro mejor a nuestros hijos”, añade Roxana. A su lado, las mujeres de Patanatic vuelven a asentir.
Pero no siempre fue así. Cuando Glendy llegó al pueblo con la propuesta que Reyna Isabel, la joven que junto a la artista norteamericana Mary Anne Wise ha puesto en marcha el proyecto llamado Multicolores, la indiferencia fue la mejor de las respuestas. Los hombres no creían que sus mujeres pudieran conseguir ingresos por su cuenta y ellas no habían entendido que el progreso pasa siempre por el desafío de lo establecido. “Costó que confiaran”, reconoce Reyna desde la pequeña tienda de Panajachel en la que reciben a los turistas que se acercan atraídos por la fama de las alfombras de Patanatic.
Dos días de 2012 lo cambiaron todo. Doce mujeres de cinco comunidades, en su mayoría incapaces de leer ni escribir, recibieron un taller intensivo. Elegir las telas y los colores, dibujar los flores, pájaros y diamantes, dejar los puntos arriba para que nada se desate. El resto, el talento, ya venía de casa.
En apenas unos meses, las diez costureras de Patanatic ya sabían lo que Glendy les había enseñado. “Los colores, hay que tener cuidado con las tonalidades para estar siempre dentro de la misma escala”, recuerda Lucía. A su espalda, las gamas cuelgan sobre la pared: los tierra, los azules y los rojos.
Cada vez son más las mujeres que se acercan a casa de Glendy Mendoza para unirse al proyecto. “Se quieren incorporar para ofrecer un ingreso a sus familias”. Por ahora son ya son 62 (y un niño de 14 años), repartidos en cinco comunidades. Todas de etnias quiché y kaqchikel. El objetivo es que la cifra no deje de multiplicarse.
“Cada año se vende más. Es un trabajo hecho por mujeres y respetuoso con el medio ambiente (las tiras de lana que utilizan para tejer las alfombras las adquieren en tiendas de ropa de segunda mano). Queremos expandirnos a más mercados en USA, Canadá y Europa y hacer más productos: cojines, portavasos…”, señala Reyna Isabel.
Por ahora han conseguido lo más complicado. Romper el círculo del patriarcado. Porque gracias a las alfombras de Glendy los hombres de Patanatic han entendido que para cambiar el mundo basta con una aguja y dos manos.
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