martes, 14 de marzo de 2017

Derecha y extrema derecha en el contexto neoliberal

Javier Segura
http://www.publico.es/

La entronización de Donald Trump como presidente de Estados Unidos corrobora el proceso de derechización radical que, desde Estados Unidos, agita la política mundial desde la década de los 80 del pasado siglo. Para la extrema derecha europea, que en este año concurre a las elecciones en Francia, Alemania y Holanda con amplias probabilidades de éxito, significa un espaldarazo espectacular. 

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Existe un imaginario colectivo que establece una clara distinción entre la derecha y la extrema derecha, asociando la primera con el civismo político y la segunda con la arrogancia autoritaria y/o con el matonismo de los “activistas del odio”. Voy a permitirme hacer un esbozo histórico con objeto de contribuir al debate en torno a este proceso de “subidón integrista”, con perdón. 

Veamos: al margen de avatares históricos, la distinción esencial entre las metáforas “derecha e izquierda” radica en la diferente concepción de la igualdad-desigualdad social. En general, la filosofía política de la izquierda interpreta la desigualdad social, no sólo como una injusticia moral, sino como el inevitable resultado de la explotación de la fuerza laboral por la empresa privada capitalista, mientras que el “derechismo”, la concibe como algo congénito a la condición humana, por lo que no tiene por qué abogarse por su erradicación. 

En la actualidad el orden que sustenta la derecha es el neoliberal, fruto de la “revolución conservadora” que protagonizaron el presidente Ronald Reagan en Estados Unidos (1980-1989) y la primera ministra Margaret Thacher en Gran Bretaña (1979-1990). El objetivo real de este “complot de los privilegiados”, cocinado entre bancos de Wall Street, la Reserva Federal estadounidense, las principales compañías transnacionales y organismos financieros internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, fue la recomposición del poder de clase de las élites empresariales y financieras mediante el progresivo desmantelamiento del Estado del Bienestar y la imposición paralela del marco adecuado para mercantilizar los bienes públicos, devaluar los derechos laborales y garantizar un trato privilegiado al gran capital privado. En otras palabras, para consolidar el modelo de acumulación de capital por desposesión de la ciudadanía, tanto más eficaz cuanto más desactivados estén los mecanismos de solidaridad social. ¿Es ésto derecha o ultraderecha? 

El conjunto de miedos e incertidumbres derivadas de la perversa combinación entre la “desigualdad social por decreto”, el secuestro de la democracia por las élites y la exposición de “lo público” a la corrupción del dinero han servido de caldo de cultivo para el ascenso de la extrema derecha en Estados Unidos y Europa, a expensas de una parte sustancial del espacio político tradicional de la derecha conservadora, visiblemente vinculada al establishment. 

La estrategia de la extrema derecha se basa en la explotación del miedo a quien ella misma señale como el enemigo que amenaza la identidad nacional, para utilizarlo como el chivo expiatorio del malestar social y, de esta forma, justificar todo un programa de fobias y odios que conciten la adhesión popular. 


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Como el enemigo debe ser reconocido como “diferente” o “extraño” al cuerpo social, culturalmente homogéneo, es el extranjero quien mejor cumple dicha condición, en particular el inmigrante extra-nacional, indecentemente asociado al paro de los nacionales, el colapso de los servicios públicos o la delincuencia, el refugiado, cruelmente tildado de invasor y el musulmán inmoralmente vinculado al yihadismo. En este marco paranoico, cualquier “disidencia” que interese desacreditar o desactivar es susceptible de ser incluida en el catálogo de terribles amenazas (“a las señas de identidad”, “al sistema” o a la “unidad nacional”) de las que “hay que protegerse”. Así, esta idea sobredimensionada del “enemigo” fundamenta todos los tópicos del discurso ultraderechista, con intensidad variable según las organizaciones: xenofobia, racismo, islamofobia, homofobia, antifeminismo-misoginia, anticomunismo..., todo un ideario infracultural en el que no hay pudor para adulterar los significados reales del lenguaje si ello puede servir para sembrar miedo y odio en la sociedad. En esta parafernalia, la retórica antiélites, algo que permite a la extrema derecha mostrarse como alternativa al sistema cuando no lo es, actúa como el complemento ideológico para capturar la aprobación popular. Cuidado: este discurso anti-élites, en el que “las elites” se confunden en “el régimen oligárquico de los partidos” (partitocracia) en el que todos son igualmente corruptos, expresa, un menosprecio de fondo al pluralismo democrático. 

El auge de la extrema derecha no se explica sólo con la crisis actual. Viene de más lejos. 

En Estados Unidos, este viraje ultraderechista radical se inscribe en la trayectoria seguida desde los años 80 por el Partido Republicano, basada en la fusión de la ortodoxia económica, el mesianismo cristiano y el nacionalismo cultural, trayectoria a la que Donald Trump ha añadido el discurso de la recuperación de la grandeza de la “nación americana” y la impúdica exhibición mediática de la inmoralidad. 

En Europa, los partidos enmarcados en la extrema derecha han crecido de manera espectacular en la última década y cuentan ya con una fuerte presencia institucional. Todos ellos, desde los que obedecen sin complejos al credo marcial del nazismo (Jobbik en Hungría o Amanecer Dorado en Grecia), como los vinculados en su origen al fascismo histórico (Frente Nacional en Francia) o los que no proceden del mismo, tienen en común el discurso básico del nacionalismo excluyente y todos ellos han encontrado en Trump el aliado transatlántico para dar rienda suelta a su particular “patriotismo”. 

En España, al margen de las tribus nostálgicas del franquismo, la extrema derecha está plenamente incorporada al juego político a través del Partido Popular, fiel guardián de los “valores” de la dictadura (nacionalismo español esencialista, el nacional-catolicismo) y delegado natural del credo neoliberal. 

Gran parte de los postulados de la extrema derecha han sido asumidos por la derecha clásica, sobre todo en lo que atañe a las políticas migratorias, claramente discriminatorias y punitivas, y a las políticas represivas en materia de derechos y libertades. Ambas “derechas” comparten valores básicos, como la idea de la propiedad privada como pilar básico de la sociedad, el mito de la nación como realidad superior a la de sus propios habitantes y la apreciación de la jerarquía como elemento consustancial de la sociedad, algo que permanece camuflado cuando se recurre interesadamente al epíteto vacío de “populismo” para definir a la extrema derecha y marcar las distancias políticamente correctas. 


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En el tablero diseñado por el neoliberalismo, la extrema derecha cumple una función: la de ocultar las raíces reales de la injusticia social y la crisis para, de esta forma, neutralizar la posibilidad de que se cuestione la responsabilidad en la misma de los megacapitales, cuya capacidad para seguir en el puente de mando de la globalización no depende de que haya o no haya repliegues nacionalistas. Lo que hace la extrema derecha es sembrar la discordia entre los perdedores del modelo neoliberal, fomentando, por una parte, el orgullo de sentirse superior y, por otra, canalizando la ira popular hacia los colectivos más vulnerables. Así, mientras se alimenta la guerra entre pobres, los cenáculos neoliberales siguen repartiéndose el pastel y la fractura social no deja de acrecentarse. Pongamos el dedo en la llaga.

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