Ruth Toledano
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Primero sentí asombro, luego estupor, rabia y un confeso desprecio por nuestra especie. Después me puse a llorar. Quizá fuera porque ha muerto mi perra. O quizá, también, producto de un desánimo social que cala en mis huesos como la lluvia en las colas de Primark.
En este país con un 30% de su gente desempleada, la inauguración de Primark -ese gran almacén de ropa barata que ha convertido definitivamente la Gran Vía madrileña en lo más parecido a un centro comercial de extrarradio- generó unas colas que daban la vuelta a la manzana, con miles de personas que esperaban pacientes en la calle Desengaño a que llegara su turno para hacerse con unas bragas a 1 euro o varios calcetines por pocos céntimos más. No aguantaron horas bajo la lluvia para, por ejemplo, manifestar ante el Congreso de los Diputados su indignación por el empobrecimiento al que las medidas de este Gobierno han llevado a la población, o para concentrar ante la sede del PP la repulsa por sus delitos, comunes, contra nosotros: lo hicieron para comprar presuntas gangas; lo hicieron para alimentar al monstruo que nos devora.
Ha sido tal la afluencia de los que respondieron a la llamada de esa trampa mayor del capital, que hicieron falta antidisturbios, furgones policiales, numerosos seguratas que iban conduciendo a los congregados y organizando su entrada al templo del consumo en grupitos de a diez. Tales medidas de seguridad nos hicieron fantasear con justos motines, con multitudinarias asambleas, con masas críticas y de protesta. Pero no, eran mujeres (en su mayoría: ¿qué basura nos han inoculado, qué basuco colectivo?) comprando bragas a 1 maldito euro. El capitalismo salvaje: primero os empobrezco y cuando no podáis vestir decentemente a vuestras familias os venderé varios calcetines por 1 euro.
Bragas y calcetines que pueden costar 1 euro porque han sido fabricados en condiciones de extrema explotación, probablemente también infantil, en talleres textiles como los de Rana Plaza, en Bangladesh (en cuyo derrumbe murieron 1.134 personas que cosían, entre muchas otras marcas, para Primark). Bragas y calcetines que por su ínfima calidad durarán cuatro días y obligarán a que los consumidores vuelvan pronto a Primark a comprar un lotecito más, a hacer a los grandes empresarios el juego de ese consumo compulsivo, irresponsable e innecesario en su mayor parte. ¿Están ustedes deprimidos porque forman parte de ese 99% de la población que dispone en su conjunto de tanta riqueza como el 1% restante? La mejor terapia será gastar lo poco que les queda en las tiendas que hacen millonaria a esa minoría.
Me pregunto qué se puede esperar de una sociedad que se comporta de este modo, por qué se expresa de esta manera nuestra sociedad. La respuesta es que los ricos, esos pocos, nos prefieren así, enganchados a un consumismo perverso que no resolverá ni los problemas de nuestra comunidad ni los de las comunidades donde se fabrica. El monstruo del capital ha creado un círculo vicioso en el que damos vueltas sin pensar, sin cuestionar, sin rechazar. No necesitamos la mayoría de esas cosas que compramos, pero el mercado nos ha creado la necesidad (el deseo, dijo Baudrillard) y seguimos sus pautas sin rechistar. Estamos en paro, con trabajos precarios, con sueldos mínimos, pero la cuota de mercado de esas tiendas de ropa barata supera en España el 12% precisamente porque en nuestra miseria encuentra el mercado su filón.
Sabemos, pues, que las condiciones laborales tanto de los fabricantes como de los vendedores de esos productos son de abuso. Sabemos que el low cost es un fraude. Sabemos que los tintes que utilizan para las prendas son tóxicos y que pueden afectar a nuestra salud (y, por supuesto, a quienes los manipulan para su fabricación). Sabemos que cada una de esas millones y millones de prendas son pequeñas dosis de la droga con la que el capitalismo salvaje mantiene el control de nuestras voluntades y de sus negocios. Sabemos que esa industria textil es el eje de un sistema antiecológico, contaminante, insostenible, suicida. ¿Por qué entonces, si lo sabemos, no reaccionamos? ¿Por qué permitimos que el neoliberalismo galopante compre a 1 maldito euro nuestras conciencias? ¿De qué sirve que sepamos que esa gigantesca maquinaria solo está al servicio de un capital que no revierte en beneficios para la economía de todos sino solo de sus dueños?
La proliferación de las tiendas low cost está íntimamente relacionada con una educación también low cost, que las políticas ultraliberales imponen a la sociedad: más bragas a 1 euro y menos Filosofía o Artes en los contenidos curriculares de escuelas y universidades. A través de un sistema de consumo estúpido y de una formación académica cada vez más estúpida, las sociedades serán más fácilmente manipulables, dirigidas, dominadas, vigiladas. Se sustituyen las Humanidades por las nociones económicas porque el único modelo social que interesa al poder es el de ese dinero que acumulan unos pocos. La estrategia es, por un lado, hacer desaparecer el sentido crítico y la libertad de pensamiento que aportan esos estudios, y, por otro, desarrollar una adicción consumista a gran escala y a bajo precio.
Me habría reconfortado que esas colas en Gran Vía fueran para confrontar semejante modelo. Incluso me habría reconciliado con mi especie que se hubieran formado esas colas para comprar calcetines: el otro día le preguntaron al padre Ángel -que volvía, desolado, de los campos de refugiados de Macedonia- qué necesitaban esas personas. Calcetines, dijo.
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