José Luis López Bulla
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No es exagerado afirmar que, en estos casos, el eructo ha substituido a la palabra
Podría haberlo dicho Clausewitz: las tertulias televisivas al uso son la prolongación de la guerra por otros medios. Comoquiera que la mayoría de esos oficiantes son profesionales, lo que en realidad se ventila en tales zahúrdas es una batalla de doble contenido: de un lado, el incremento de la audiencia televisiva; de otro lado, la competencia entre las diversas empresas periodísticas. Las posiciones políticas de unos y otros, salvo raras excepciones, son pretextos para vender más. Más en concreto, es la reificación de la política como un producto comercial de supermercado.
Grave es el clima de violencia verbal que se destila. Y, peor todavía, es la falta de argumentación de lo que se intenta decir, adobado todo ello con una ristra de anacolutos que causa perplejidad. Por lo general, todo elemento con pretensiones discursivas acaba en un chascarrillo chocarrero a la búsqueda del aplauso de una claca que se transforma en turba. Véase, por ejemplo, uno de los argumentos que últimamente ha usado un tal Rojo, arquetipo del tertuliano-jabalí: «Ada Colau, esa gordita y sus piojosos seguidores en twitter…».
Una de las características más chocantes del universo tertuliano es el nivel de conocimientos y saberes de no pocos de ellos. Son capaces de chamuyar sobre una ingente cantidad de materias: sobre economía y política, ciencia y tecnología, física cuántica y otras disciplinas no menos sesudas. Son todo apariencia, y en el fondo la mayoría de ellos son hechuras del famoso maestro Liendre, aquel que de todo sabe y de nada entiende. Por eso, nada se les resiste a estos garrulos gárrulos. Por lo menos, Belén Esteban es menos pretenciosa…
Sin embargo, hay momentos estelares en los que reluce una cierta intuición de los tertulianos jabalí: cuando una rara voz temperada intenta dar un argumento; entonces, el cochino jabalí intuye que se va a razonar, de manera que interrumpe agriamente y con aspavientos exclama el socorrido «por favor, por favor», consiguiendo abortar que se diga algo con pies y cabeza.
En fin, no es exagerado afirmar que, en estos casos, el eructo ha substituido a la palabra.
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